viernes, 1 de febrero de 2013

Reflexiones en torno a la pintura: Edward Hopper


No siempre una imagen vale más que mil palabras. En esto tampoco tengo demasiadas dudas. Según en qué momentos, una palabra puede separar para siempre a dos espíritus unidos por años de amor, o acercar a dos desconocidos que, al principio, no tenían nada en común. En otras ocasiones, en cambio, una imagen enmudece cualquier discurso, porque arrebata y conmociona o porque se comprende de golpe y misteriosamente lo que refleja sin que intervenga explicación alguna. Los cuadros de Edward Hopper transmiten más por sí mismos que enciclopedias enteras tratando de glosarlos; y no sólo por lo que transmiten, sino por lo que insinúan, por aquello que aparenta ser algo pero luego no es. Las pinturas de este genio norteamericano me perturban e inquietan cada vez que me encuentro con ellas, porque hablan de lo cotidiano, de los escenarios por los que nos movemos, de las nuevas inquietudes del ser humano, de las cárceles urbanas y de los implacables y primitivos parajes rurales. Pero con una pátina de falsedad. En el fondo, Hopper viste de normalidad en sus cuadros lo que en realidad es un mundo podrido y lleno de manchas, habitado por seres enfermos de soledad.

Subido a la mirada penetrante de Hopper, he podido comprobar, una vez más —y son tantas que he perdido la cuenta—, las tremendas carencias que acosan al ser humano. Esta verdad está por todas partes. Lo singular del maestro americano es que inmortaliza en sus pinturas las angustias actuales, relacionadas con las nuevas formas de vida y la mentalidad individualista y obsesionada con el éxito y el dinero. Esto en cuanto a los escenarios urbanos o interiores que dibuja Hopper, pues otros son los mensajes que supuran sus paisajes rurales. El conjunto de su obra, sin embargo, es un álbum de la sociedad norteamericana desde el punto de vista de un genio que corre el velo de las apariencias y muestra en toda su crudeza las pasiones que mueven a los hombres y mujeres de la nación más admirada y odiada del plantea, los Estados Unidos de Norteamérica, cuna y lecho del propio Edward Hopper.

Y yo, efectivamente, me hago preguntas cuando desafío a pinturas como estas. Entiendo que, en este caso, el artista me quiere contar algo de la sociedad donde vive —que es la mía también—, pero con claves en sus cuadros, con recados y advertencias para que desconfíe de la tierra en la que parecía que cualquier sueño podía hacerse realidad, para que recele, en definitiva, de los sueños ingenuos e intrascendentes que nos preocupan a diario por no ser alcanzados. Quizá los problemas que nos llevan a una barra de bar, o los desengaños que arrastramos y nos impiden abrirnos a otras personas llevando una existencia aislada y deprimida, sólo sean débiles sombras alimentadas por nosotros al concederles una importancia que, evidentemente, no tienen. Quizá, no; seguro. Las veces que perseguí quimeras, acabé llorando. Y en esas circunstancias no hay verdadera luz con la que alumbrar un camino en demasiados claroscuros. Por eso las personas que viven en los cuadros de Hopper no son felices, ya sea debajo de la costra de calles y rascacielos o en la de bonitas y familiares casas de campo.

¡Cómo no ser seducido a mirar por esa ventana! Por eso al asomarme ya no puedo retirar la vista, y paso horas embrujado con las escenas de vivos colores de Hopper, estudiando la iluminación de sus cuadros, o imaginando el desarrollo de las acciones que dibuja. Pero me doy cuenta de que, en el fondo, lo que me atrae de ellas es el hedor a falsedad que encierran esas mismas escenas. Porque me subleva en todo lo que hago el deseo de hallar la verdad que tropieza con mis ojos. Y ese hedor a falsedad que encierran esas escenas es un hedor que a la vez es amenaza. O los riesgos asumidos por el hombre para construir su mundo artificial pero excitante.

  • Summer Evening

Si tuviera que escoger tan sólo tres óleos del maestro Edward Hopper, Summer Evening sería el primero de todos. En este singular cuadro mi mirada se detiene sobre una joven pareja que habla tranquilamente en el porche de una casa sencilla. Ya es de noche en la escena, y todo parece de lo más normal. Pero yo me pregunto mil cosas al contemplar este cuadro. Ese momento íntimo, en el que aparentemente nada sucede, encierra, quizás, gran parte del misterio de la vida. Todo lo que abarca el amor humano. Un hombre y una mujer buscando el amor a través de palabras, miradas y la cercanía de un complemento que enriquece la vida de ambos y cura, de alguna manera, la grieta que todo ser humano oculta en su alma viuda y hambrienta. ¿Pero en realidad qué se estarán diciendo? ¿Juega él con promesas de amor eterno que, aún no sabe, será incapaz de cumplir? ¿Qué le parece a ella lo que está escuchando?

Por la expresión del rostro de la mujer, se aprecia que no está del todo satisfecha con algo. Y ninguno de los dos se mira. Ella se sitúa de perfil al hombre, y es él el que parece disculparse o abrir su corazón para enamorarla, porque sube un brazo a la altura del pecho, subrayando la sinceridad de sus palabras. ¿Qué pasa por la cabeza de una mujer cualquiera en una situación así? ¿Confía o renuncia? ¿Perdona y absuelve o castiga y escarmienta? Y entre medias, efusiones contradictorias y pensamientos confusos. Aún no lo sabe, pero la decisión que tome podrá señalar para siempre toda su vida, o al menos parte de ella. Pues, como dije en otra ocasión, «nadie puede prescindir del amor sin verse las caras con la locura».

En las noches de verano los cuerpos se animan y las pasiones mecen, a su ritmo, los acontecimientos que vinculan o alejan a hombres y mujeres. Es una época en la que la sangre y la carne piden un alimento que sólo el roce de otra carne y la cercanía íntima de otra sangre pueden atender. En esta escena se resume gran parte de la historia de los hombres y mujeres, ahí encuentro los males, y también las ilusiones, que albergan unas y otros.

Cojo la ilustración de este cuadro y la contemplo durante minutos, esperando, paciente y dispuesto, que me desvele quiénes somos, a partir de lo que hacemos y esperamos encontrar. Pues no es fácil hallar en esta vida estresante y falseada un simple reflejo de un profundo misterio como es el del amor humano. Sin embargo, en Summer Evening, Edward Hopper lo ha inmortalizado y capturado.

  • Nighthawks


      Ahora bien, de entre todas sus obras, si hay alguna de la que no puedo privarme, esa es Nighthawks. Sin este cuadro no hubiera alcanzado Edward Hopper ese nivel de excelencia. Así lo veo. Sin Nighthawks, Edward Hopper –atrevido o no en mi caso– sería un pintor más. Pero ésta es una obra maestra. No tiene más, y sin embargo es única. Y si en Summer Evening inmortaliza una conversación íntima entre un hombre y una mujer, aquí plasma con una imagen uno de los rasgos que mejor definen la nueva forma de vida en las ciudades. La soledad, el individualismo llevado al extremo y la incomunicación. Aquí, pues, el hombre se desintegra, se deshumaniza, porque está hecho para vivir en comunidad, porque necesita a otros hombres para llevar una existencia verdaderamente humana. 

Esa terrible soledad es recogida aquí con cuatro figuras en una barra de bar, que no se hablan ni se miran y perecen sumergidos en sus pensamientos. Confieso que esta maravillosa pintura me produce un arrobamiento extraño, oscuro. O quizá no sea ninguna especie de éxtasis lo que siento al verla sino estupor, incomodidad, desasosiego. Molestia en la que abunda el propio enfoque del maestro, que capta la escena desde la distancia, como observador ajeno a las costumbres urbanas, como espectador curioso de los males que aquejan al mundo civilizado. Pero lo que me asombra tremendamente es el aburrimiento que desprenden cada uno de los personajes. ¡Las figuras de Hopper son todas ellas criaturas aburridas! Cuando un hombre aburrido es un hombre sin capacidad de asombro, y un hombre sin capacidad de asombro es un ser estéril. Quizá el tremendo confort, la asunción de una existencia puramente materialista, esté haciendo de los hombres criaturas incapaces para disfrutar en la búsqueda de los grandes misterios de la vida. ¡Vivimos con todas las comodidades del mundo y sin embargo estamos aburridos! El ser humano no puede tener remedio si no reconoce que es un ser perpetuamente insatisfecho y que su anhelo de infinidad está delante de sus narices. Hopper sólo hace de mensajero. Pero desde luego si los hombres han enfermado de aburrimiento, serán incapaces para la contemplación de aquello que debería despertar completamente nuestro verdadero interés.

  • Autovía de cuatro carriles

El centro de atención de toda la obra de Edward Hopper es el hombre. Este tercer cuadro que destaco refleja perfectamente las preocupaciones del propio autor. En Autovía para cuatro carriles aparece un hombre sentado tranquilamente en una gasolinera aguardando a que se detenga un coche para abastecerse de gasolina. Detrás de él una mujer se asoma por una ventana y le anuncia algo. La escena es inocente, trivial, insignificante. Y sin embargo apunta nuevamente al aburrimiento humano, a la indolencia de una raza en declive. 

La fuerza misteriosa que me transmite a mí la pintura es la figura del hombre, un individuo que parecer sostenerse como un tótem desafiando al tiempo sobre su silla, con las piernas cruzadas y un cigarro entre los dedos. Le veo preguntándose mil cuestiones, o quizá simplemente fantasee, pero esto último no me importa. Y si estuviera preguntándose cosas, en cambio, ¿a qué le daría vueltas? Eso me interesa. Ese hombre tranquilo, con su mucha o poca educación, con sus creencias, con sus genes particulares, con sus propias experiencias, ¿por qué se estaría preguntando? ¿Le estaría dando vueltas a un hecho del pasado? ¿Pensaría quizá en el negocio? ¿En sus ahorros? ¿En sus deudas? ¿En sus hijos? ¿En la mujer legítima o en las que nunca tuvo? ¿En su equipo, o en otra forma de ocio? ¿En la política nacional o en la internacional? ¿En el jodido coche que nunca llega? ¿O se preguntaría por qué Dios le planteó ese camino y no otro? Sea lo que fuere, cualquiera de estas preguntas podrían rondarle por la cabeza según esa actitud reflexiva que captura Hopper en el lienzo. Preguntas que revelan la naturaleza de una criatura muy especial que, no obstante, es tentada con facilidad por el desaliento y la adversidad. 

Interiores, viviendas y ambientes rurales

Por lo demás, he sido capaz de agrupar la obra de Edward Hopper en tres categorías. Por un lado, interiores y ambientes urbanos; en segundo lugar, viviendas; y por último ambientes rurales. Con todas estas claves es posible traducir mejor los demás cuadros del maestro norteamericano.

1.          Interiores y ambientes urbanos
La soledad, el aburrimiento, el vacío existencial... son comunes a los interiores que pinta Edward Hopper. En habitaciones de hotel, en las recepciones de los mismos, en dormitorios particulares, en compartimentos de tren, en los lugares de trabajo en los que tanto tiempo envejecemos... Son todos ellos escenarios propios de las urbes, pero también del estilo de vida moderno.








2.          Viviendas

      Las viviendas son otro de los motivos que Edward Hopper emplea para describir pictóricamente la época en la que vive, el sueño americano. Un sueño, por cierto, del que el maestro es capaz de atisbar un horizonte incierto para su patria y su cada vez más enfermiza forma de vivir.




3.           Ambientes rurales

      Los ambientes rurales son piezas magníficas en la producción de Edward Hopper. En ellos puede apreciarse una calma que no es tal. No creo excederme si digo que esos escenarios bucólicos esconden algo inquietante. La naturaleza, pues, encubre amenazas en las ciudades y también más allá de ellas.






      Finalmente, Edward Hopper es ante todo el pintor de una sociedad que vive en un sueño, en una especie de paraíso; pero que encierra en sí mismo una serie de peligros que amenazan al hombre que pace en él. El artista señala por tanto las apariencias o las ilusiones en las que vive su propia sociedad, pero me pregunto si sus compatriotas no sabían en aquella fecha que el paraíso terrenal es una utopía y que, evidentemente, ellos al menos vivían por encima de las demás naciones de la tierra. Al menos materialmente. Y era legítimo que se sintieran orgullosos de lo que habían construído desde su aventura colonial, con todas sus sombras, manchas y vergüenzas.


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