jueves, 19 de diciembre de 2013

España, patrimonio de los sagrado: Santiago de Compostela


Santiago de Compostela. Faltan unos minutos para las ocho de la mañana. Corre el mes de diciembre, y acabo de despertar bajo un cielo que no conozco, dispuesto a que el misterio que irradia este suelo cale en mi alma porosa y emocionada. Llego de lejos; casi de la otra punta de la península. Antes he hecho una parada en Madrid, y he disfrutado de las delicias del Prado por enésima vez. Pues todavía no hay conexión directa de ferrocarril entre mi casa y esta otra punta de España. Aunque no hay mal que por bien no venga, me digo, si uno disfruta de camino de la mejor pinacoteca. Sin embargo, ahora me encuentro en un mundo nuevo, desplazado por fin, en la última estación de mi ruta. Entre las sábanas de una aldea mágica donde van a parar peregrinos de todos los rincones de Europa.

La fecha exacta en la que cuento esto es indiferente; no voy a escribir una crónica para ningún medio. Y todas las palabras que emerjan de mi lápiz tienen como fin último labrar de surcos un espíritu —el mío— que se muere de hambre y necesita alimentarse de la siembra que brota de lugares santos como en el que me encuentro.

En estos momentos, como decía, mientras mis ojos perezosos e inocentes se acostumbran a la penumbra del cuarto, escucho la mansa lluvia tabletear sobre los adoquines que conforman la calzada a la que da la ventana del hotel en el que me hallo. Es un sonido dulce, milenario. El del agua golpeando la piedra y lamiendo la cuesta hacia abajo. Bendiciendo todo este espacio. Cubriendo de gracia este suelo sacro.

Al levantarme retiro las cortinas y abro la ventana. Entonces me recibe un hálito de frescor y humedad capaz de rejuvenecer cualquier sucio antro. Frente a mí, el Parque de la Alameda. Miro satisfecho porque amanece enfoscado, como soñé al iniciar el viaje. Un cielo abovedado por oscuras nubes, que se funden, se hieren y pelean como una turba encendida al asalto de algún viejo santuario, me acoge magnánimo… Por eso, sin más tiempo que perder, como si estuviera enamorado, raudo me aseo para salir pitando.

Abajo huele a medievo, arte sacro, naturaleza empapada, cielo hinchado de lluvia, religión cristiana y magia pagana. Es temprano. Y apenas he dejado que el sol, oculto en un abrigo de nubes, me ilumine con sus rayos, voy derecho a la Catedral de Santiago; bajo un paraguas negro y a través de un tímido chaparrón empujado por una tormenta procedente del Atlántico. Mis pasos por el enlosado son lentos, cuidadosos, porque no quiero perder detalle y necesito los cinco sentidos bien aguzados. Y por eso con la motivación inflamada percibo ya los primeros aromas con los que me obsequia la calle. Además de la agradable esencia del agua, vertida con delicadeza sobre peregrinos y paisanos, respiro en el ambiente las fragancias de unas cuantas lumbres que se mezclan, junto a viejos sabores rurales, en el aire jacobeo de esta villa cristiana.

Pienso emocionado mientas tanto que millones de viajeros han paseado su fe y sus llagas por estos callejones, durante siglos, guerras y hambres, y ahora ha llegado de nuevo mi turno. Estoy entusiasmado con mi regreso, puesto que ya he estado aquí antes. Por eso sé que el Apóstol Santiago me espera sentado.

Nada más torcer en la avenida do Pombal hacia la Rúa das Hortas, sólo queda subir un repecho hasta la Plaza del Obradoiro. El templo por el que suspiro está cerca. Lo noto. Incluso en parte lo veo. Pero conforme me aproximo, cerquita ya, la catedral se cubre con las rocas que encuentra delante. Voy subiendo por una cuesta empedrada de aspecto medieval y sabor a pueblo arcaico. De camino, el rumor de una gaita me embelesa a través de la lluvia, y su nostálgico llanto, fundido con el golpeteo del agua en la piedra, conmueve a mi ángel custodio e interrumpe por unos segundos mi aliento. Cuando me planto por fin en la plaza, recuperado el resuello, las cañas de la gaita soplan más dulces y potentes, pero soy presa del encanto y apenas la oigo… sólo tengo ojos para mirar la monumental fachada barroca del Obradoiro.

No me sorprende que por la plaza pululen ya los primeros peregrinos, y aquellas personas más madrugadoras que, al margen del Camino, desean participar en la primera misa de la mañana. Pero esto es algo anecdótico. Delante tengo siglos de historia. Y al día siguiente, de camino a casa, si quisiera llevarme a los ojos el monumento artístico que se alza al frente, tendría que refugiarme en libros de arte y fotografías personales. Por esta razón vuelvo a concentrarme en lo que veo, a dejarme llevar, a abrir las ventanas del alma, a rendirme a este húmedo e histórico ambiente. Una vez acomodado, de pie bajo un arco de medio punto del palacio que alberga la sede de la Junta de Galicia, se me ocurre repasar el origen del lugar mientras contemplo, orgulloso, la puerta occidental de la Catedral de Santiago. Llueve con más fuerza. En el canto del agua me envuelvo para recordar qué nos transmite la Historia de este lugar mágico.

Según la tradición todo empezó cuando el sepulcro de Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, y uno de los discípulos más cercanos a Jesús, fue encontrado por un ermitaño llamado Pelayo, guiado al parecer por una luz y unos coros sobrenaturales que emanaban de las profundidades del bosque. No es insólita esta casuística, como dirían ahora los estudiosos de lo paranormal. Se repite con insistencia en este tipo de apariciones santas o sobrenaturales. Aunque el pobre hombre, sospecho, conservaría un imperecedero recuerdo de aquel acontecimiento. Sea como fuere, corría el siglo noveno. Y se creyó que los restos descubiertos de manera tan prodigiosa eran los del citado Apóstol. Inmediatamente el sobrecogido lugareño contó lo sucedido al obispo Teodomiro y éste hizo lo propio con el rey asturiano Alfonso II. Entonces el monarca, convencido del milagro, ordenó levantar una pequeña iglesia donde habían sido hallados los restos; y como resultado de esto, en torno a la santa tumba nació una pequeña ciudad. La primera piedra de Santiago de Compostela quedaba puesta. Lógicamente, en seguida el templo cristiano quedó pequeño y tuvo que ser sustituido por otro más acorde con la importancia que iba alcanzando el lugar. Definitivamente la iglesia prerrománica se volvió a quedar pequeña para acoger tan ferviente cantidad de fieles y a la sazón recibió, al dictado de unos cuantos hombres brillantes, su gran impulso. De ahí afloró la maravilla que hoy conocemos.

Para ello hay que esperar a la construcción de la primera iglesia del país en estilo románico levantada alrededor del año 1075, impulsada por el obispo Diego Peláez y siendo sus obras dirigidas por el Maestro Esteban. Fue erigida en un estilo nuevo en Europa, que se llamaba así precisamente por su parecido con los templos que se habían levantado siglos antes en Roma, y que nació en Europa tras la unificación de la liturgia concebida por el Papa Gregorio VII. Las obras se extenderían en torno a un siglo y medio, y cobrarían su mayor lustre y dignidad con la intervención del obispo Diego Gelmírez, durante el siglo XII. Es entonces cuando Santiago de Compostela pasa a ser sede episcopal, en detrimento de Iria Flavia, y su iglesia adquiere condición de catedral. Pero no sólo recibieron las obras de la catedral su mayor auge. También Santiago vivió su gran época dorada, aunque, todo hay que decirlo, a un alto precio económico, pues para los contemporáneos, si bien cierto era que no sólo de pan vive el hombre, también lo era que sin él no se puede vivir, y castigados con elevados impuestos, se pusieron de uñas con Gelmírez en repetidas ocasiones. Sin embargo, el que después sería elevado a la dignidad arzobispal estaba convencido de su empresa y, en consecuencia, honraría, a pesar de todos los esfuerzos, los restos del Apóstol con uno de los templos más populares de la cristiandad. Al fin, los trabajos monumentales dieron como fruto la joya artística que tengo ante mis ojos, enmascarada tras la fachada del Obradoiro, muy posterior al templo románico pero no menos maravillosa. Desde el cielo, seguramente, ninguno de los que protestaron en su día contra Gelmírez, estará hoy en desacuerdo. Creo. En cualquier caso, ha llegado el momento de pasar adentro.

La Catedral de Santiago no es de los templos más bonitos que he visitado, y no hablo por ejemplo de Roma, sino únicamente de aquellos que se encuentran en España. Su fachada sí me parece formidable, realizada con granito gallego respetando el estilo primitivo, pero su interior no es tan exuberante. Sin que, en modo alguno, esto signifique que no estemos ante una gran obra de arte. Pues hay que tener en cuenta en todo momento su antigüedad. En cambio, sí cuenta la iglesia con un trabajo de lo mejor que existe en estilo románico. Hablo del Pórtico de la Gloria. La monumental y delicada entrada que recibe e impresiona al viajero. Desde luego el taller del misterioso Maestro Mateo hizo con esta obra una verdadera filigrana. Lo primero que me llama la atención es la columna central que sostiene el parteluz, donde está representado el Apóstol, patrono del templo, y flanqueándolo, las figuras labradas en la piedra que hallamos en las arquivoltas. Encima del parteluz, un fabuloso tímpano presidido por Cristo en majestad bajo el arco central, pues el pórtico es una construcción de tres arcos cuya iconografía remite a escenas del Apocalipsis de San Juan. Y tantas cosas más que me perdería en detalles. Entrego, pues, para mi solaz, unos minutos en cada uno de los arcos y me sumerjo en la penumbra del recinto jacobeo.

Cruzado el umbral, territorio sagrado. El templo que me cobija, adivino sin esfuerzo, es un edificio diseñado en forma de cruz latina de tres naves y un crucero también de tres espacios. Lo primero que reclama mi atención es su marcada verticalidad. Cuando me planto en la nave central se acentúa esta impresión. Y la iglesia parece muy alta, pero también estrecha y ombría. Es pequeñita en comparación con otras obras monumentales que la sucedieron. En el segundo piso hallo la tribuna que recorre el perímetro de la catedral. Al bajar mis ojos me topo de repente con el altar mayor, lleno de plata y oro, y detrás, con la venerada figura de Santiago, sobre la que veo posarse intermitentemente algunas manos de peregrinos que asoman por los hombros de la imagen del hijo del trueno.

Sin prisa, voy adentrándome en la iglesia, y mientras me acerco a la cabecera, disfruto de los arcos formeros y fajones apoyados sobre pilares, y de las semi-columnas rematadas por capiteles de carácter vegetal e historiado de notable belleza. Ya en la cabecera, recorro la amplia girola por la derecha y me detengo en cada una de las cinco capillas radiales. Antes de entrar en la del Santísimo, desciendo por unos escalones hasta el sepulcro y me inclino ante las reliquias del santo. «Si me dejaran rezar solo, durante un rato…» Una vez en el otro lado, fuera de la cripta, regreso hasta la preciosa capilla del Santísimo y me abandono al silencio durante un tiempo que pasa volando, acompañado del Señor, entre plegarias y algún pensamiento raro. Con Él comparto mi alegría y algunos sinsabores; le doy mil gracias y le cuento tonterías personales que ya conoce. Y me dejo llevar. El sigilo reinante me permite pensar sobre la polémica de los verdaderos restos que conservan las reliquias que acabo de venerar. Pues algunos dicen que en Santiago no se encuentran los restos del Apóstol. Para mí no hay lío. No es una cuestión de fondo.

La cuestión referida, sin embargo, gira en torno a la autenticidad de los sagrados restos. Hoy algunos defienden que los huesos que reposan en la catedral son los del hereje Prisciliano. Sánchez Dragó por ejemplo postuló en su magnífico ensayo Gárgoris y habidis esta tesis, y otras voces se han levantado en semejante dirección. La Iglesia, por el contrario, mantiene que los restos venerados son los del Apóstol Santiago. Recuerdo por ejemplo al Cardenal Rouco Varela, a la sazón presidente de la Conferencia Episcopal Española, manifestarse en tal sentido. Lo cierto es que no sabemos a ciencia cierta si Santiago vino a España. Pero como dice Juan Manuel de Prada —en mi opinión el mejor escritor español de lo que va de siglo, y uno de esos maestros que uno encuentra en la vida— en un magnífico artículo firmado para L’Osservatore Romano el 25 de julio de 2010, la Tradición nos enseña desde tiempos inmemoriales y ésta dice verdad, pues el temperamento del pueblo español concuerda bastante bien con el carácter que se desprende en los Evangelios del que correspondía a Santiago el Mayor… «pues nunca hubo pueblo tan impetuoso y a la vez sufrido como el español. Y ese ímpetu que, corregido en la escuela del sufrimiento, no se disipa en bravuconería y aspaviento vano, sino que sabe hacerse paciente en la adversidad sólo lo pudimos aprender los españoles de aquel hijo del trueno que contempló anticipadamente la gloria de Cristo y que, al fin, aprendió que para alcanzar la gloria hay primero que apurar el cáliz del dolor».

De cualquier manera —le digo a Dios en silencio—, qué más da si no están verdaderamente aquí en Santiago los restos de tu querido discípulo, si cuando se construyó este templo para honrarlos se hizo de buena fe y con el convencimiento de que la tumba correspondía al santo. Lo importante, me digo, es que se adore y encumbre a Cristo, ya sea a partir de la veneración de su Santa Madre, ya a través del amplio santoral cristiano. Por eso no entiendo las risas de unos cuantos que piensan que aquí se reza sobre mentiras y que las reliquias repartidas por la cristiandad son sólo un tinglado que mueve un gran negocio. Pues cuántos imbéciles, anticlericales y ateos habrán pisado estas losas, defendiendo entre gruñidos su derecho a contemplar maravillas levantadas para gloria de Dios y el culto debido de los creyentes. Entre ellos me viene a la memoria un tal Juan Eslava Galán, cuyo impío libro El catolicismo explicado a las ovejas tuvo una respuesta vehemente por mi parte hace años en La cueva de los libros. Comprendo que sin el don de la fe no se pueda ver más que lo humano de la realidad, apenas la espuma, y nunca el Espíritu que actúa en otro plano y exige cierta abertura de mente para ver en el mundo su mano. Pero dejémoslo ahí. Dios, aunque nos pide defender la fe con entusiasmo y la verdad por encima de todo, también nos pide alejarnos de polémicas estériles. Aunque no tengo muy claro si ésta lo es.

En cualquier caso, las circunstancias que rodean la historia del viaje del cuerpo de Santiago son apasionantes, y antes de salir de la capilla y participar en la Santa Misa, no me resisto a recuperar de la memoria qué es lo que nos cuenta la tradición o la leyenda.

Lo que sabemos con seguridad de la peregrinación de Santiago el Mayor es que después de la Ascensión de Cristo estuvo predicando el Evangelio lejos de su patria, y que a su vuelta fue decapitado por orden de Herodes Antipas en el año 44 d. C. Los Hechos de los Apóstoles, sin embargo, no dicen nada con claridad acerca de si el Apóstol alcanzó finalmente España. La tradición en cambio cuenta que sí. Las leyendas varían notablemente en relación con los pasos de Santiago, pero hay varios elementos fundamentales en los relatos que construyen la esencia de la historia y no padecen modificaciones. El primero de ellos es que, estando a la altura de Zaragoza (Caesar Augusta por entonces) a Santiago se le apareció la Virgen María en una bilocación, alentándole a continuar con su peregrinaje. Al parecer éste iba en un carro tirado por dos bueyes señalados con la cruz cristiana. Era la primera aparición de la Virgen en toda la Historia y de ahí que a partir de entonces enraizara con fuerza el culto mariano en Zaragoza, siendo actualmente el principal eje del mundo de devoción y amor a la Virgen María, y un lugar precioso y emocionante que cuenta con maravillas como la basílica del Pilar y la bellísima SEO. En cuanto al Apóstol, su meta era lo que hoy es Galicia. Allí, según las leyendas, fundó una comunidad local. Quizá por eso los seguidores de Santiago enviaron más tarde sus restos a estas mágicas costas en las que el discípulo de Jesús había estado evangelizando pueblos en nombre del Señor. Después los detalles se difuminan bastante en las leyendas que se han conservado, pero se cuenta que los restos llegaron en una barca sin timón donde fueron recogidos por una exótica reina de ascendencia romana. Reconociendo el valor de los restos hallados en la barca, la reina los hizo enterrar en un panteón a la altura del personaje. Pero el silencio de los siglos, y la exuberante vegetación gallega, sepultó los restos hasta que un ermitaño llamado Pelayo fue guiado hasta ellos y éstos pudieron regresar de nuevo a la luz desde las tinieblas del olvido…

Las campanas tañen de repente y me devuelven a la realidad. Me parece que la Misa ha comenzado mientras divagaba. Así que me despido del Señor y atravieso los cristales de la capilla. La celebración eucarística efectivamente está en marcha, y como uno más de los fieles, me uno al misterio sacrificial que tiene lugar a diario donde un sacerdote católico imparte este gran tesoro, el más grande de los sacramentos. Me sitúo entre los últimos bancos y miro de soslayo a mis hermanos. Me emociona compartir con ellos el amor a Cristo y a la Virgen.

Después del acto sagrado salgo de la iglesia. Renovado. Distinto. Mi intención es dar una vuelta por el Museo de la catedral, donde hay reliquias de ensueño, y donde se conserva —recuperado tras un robo tan mediático como ridículo— el importante Códice Calixtino, un bellísimo manuscrito iluminado de valor incalculable. Pero lo dejo para la tarde. Fuera continúa lloviendo, mansamente. Mojando muros, piedras y caminantes. Al parecer el cielo ha decidido bautizar con dones especiales esta mágica urbe. Debe de ser por eso que en Compostela la lluvia es arte.

A pesar de que llueve, se puede subir a las cubiertas de la catedral, desde donde se disfruta de unas vistas espectaculares. No me extraña que la hierba brote entre las rocas, pues éstas exudan humedad y misterio. Estar al raso en un lugar semejante es una experiencia emocionante, sobre todo si se cree en la santidad de todo lo que rodea esos escalones. Más tarde dirijo mis pasos al palacio de Gelmírez. Para la noche reservo finalmente otro de los grandes placeres de este rincón gallego. Cenar en el mejor restaurante, el Don Quijote, donde me encuentro con un viejo amigo, Richard, conocido en mi primer viaje: el camarero más profesional y amable de esta tierra de meigas y gentes buenas y llanas.

No obstante, a la mañana siguiente, bien temprano, antes de que parta mi tren de regreso, me acerco al mercado para llevarme a casa un puñado de pimientos de Padrón. Quiero regresar con un pequeño tesoro. Una vez allí, entre manjares brotados del mar, me aproximo con cuidado a los puestos hasta que doy con una mujerzuela de acento cerrado y le hago rabiar un poco para que me pese los pimientos, pues rechazo las bolsas que ya tiene preparadas y le digo que me los coja con la mano. Sólo trato de sacar algunas palabras de más a gentes tan especiales.

En fin, otro mundo. Me pregunto qué hubiera sido de mí si mis abuelos hubieran sido gallegos, para más precisión de Santiago. No fue este el caso. Mi pequeño hogar, el rincón del mundo donde la tierra me reconoce al pisarla, está lejos. Soy de un lugar de La Mancha. Pero aunque en ningún sitio se está como en casa, cuando uno sale del término de Santiago, cuando ha dejado atrás los cantos de Compostela, siente que se ha roto el encanto.



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