sábado, 10 de mayo de 2014

Sonata de primavera: Memorias del Marqués de Bradomín de Ramón María del Valle-Inclán

En la vieja, noble y piadosa ciudad de Ligura se desarrolla la tercera de las Sonatas de Valle-Inclán, la Sonata de Primavera. En esta ocasión, como en todas las anteriores, el donjuán español, capitán de la Guardia Noble del Santo Padre, persigue el amor de una mujer, en este caso, una joven genovesa. Sin éxito en esta novelita, pero no sin consecuencias. El final dramático es el devenir necesario de toda obra que mueve el diablo. Al lascivo marqués no se le ocurre otra cosa en esta aventura que perseguir las faldas de una de las hijas de la Princesa Gaetani, mujer que lo acoge en su palacio, María del Rosario. El exceso teatral se impone en la novela cuando conocemos que María del Rosario está destinada a vivir entre los muros de un convento. En boca del marqués, «aquella niña era una santa». Por eso, si cabe, a sus ojos la joven resulta más voluptuosa y deseable. 

No es extraño ese comportamiento en el personaje central de las Sonatas. Según él mismo reconoce en este episodio novelesco: «¡El orgullo ha sido siempre mi mayor virtud!». O «en lo más florido de mis años hubiera dado gustoso todas las glorias mundanas por poder escribir en mis tarjetas: El Marqués de Bradomín, Confesor de Princesas». Hay en todas sus intervenciones dobles sentidos con finalidad sensual y sacrílega. Así pues, el Marqués de Bradomín, con el cuerpo del obispo de Betulia (Monseñor Gaetani) todavía caliente, comienza su asalto al corazón de la joven, que sin embargo lo rechaza una vez tras otra. 

La Sonata de Primavera es posiblemente la menos adictiva de las cuatro obras relacionadas con las memorias del marqués. Quizá la menos atractiva, a pesar del escenario palaciego en la que se desarrolla, y también la menos lograda por parte del autor en cuanto a la asociación de la estación primaveral y las emociones que transmite. Sin embargo, rebasada la primera mitad de la novela, exactamente cuando el marqués decide saltar al balcón de María del Rosario y colarse en su dormitorio, los acontecimientos se precipitan. Pues es descubierto por el mayordomo de la Princesa Gaetani, Polonio, el cual lo hiere y pone en aviso a su señora. 

Entonces, con la Princesa informada, el pellejo del marqués corre peligro. Las malas artes de Polonio entran en juego, y leemos brevísimos capítulos de ritmo frenético en los que la brujería y las sorpresas nos acercan irremediablemente a un final imprevisible pero con seguridad aciago. El marqués no se achanta y con ayuda sobrenatural mantiene su pulso a la Princesa, pernoctando todavía bajo su techo. Su galanteo con María del Rosario continúa, a pesar del riesgo que corre su vida permaneciendo en el palacio, llegando a un clímax delicioso que anuncia la desgracia: 


«Qué triste es para mí el recuerdo de aquel día. María Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla. Cuando yo entré, quedóse un momento indecisa: Sus ojos miraron medrosos hacia la puerta, y luego volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces le dije, sonriendo: 
—¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!  
Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos, y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: Era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos: Los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro, apenas si se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla y sólo le dije después de un largo silencio: 
—No me daréis una rosa? 
Volvióse lentamente y repuso con voz tenue: 
—Si la queréis... 
Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros, al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo: 
—Os daré la mejor. Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico: 
—La mejor está en vuestros labios. 
Me miró apartándose pálida y angustiada: 
—No sois bueno... ¿Por qué me decías esas cosas? 
—Por veros enojada. 
—¿Y eso os agrada? ¡Algunas veces me parecéis el Demonio...! 
—El demonio no sabe querer. 
Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué queriendo consolarla: 
—¡Oh...! Perdonadme. 
Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran aventura. María Rosario cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca descolorida parecía sentir una voluptuosidad angustiosa. Yo cogí sus manos que estaban yertas: Ella me las abandonó sollozando, con un frenesí doloroso: 
—¿Por qué os gozáis en hacerme sufrir...? ¡Si sabéis que todo es imposible! 
—Imposible...! Yo nunca esperé conseguir vuestro amor... ¡Ya sé que no lo merezco...! Solamente quiero pediros perdón y oír de vuestros labios que rezaréis por mí cuando esté lejos. 
—¡Callad...! ¡Callad...! 
—Os contemplo tan alta, tan lejos de mí, tan ideal, que juzgo vuestras oraciones como las de una santa. 
—¡Callad...! ¡Callad...! 
—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidaros, pero este amor habrá sido para mí como un fuego purificador. 
—¡Callad...! ¡Callad...! 
Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces. ¡Pobre María Rosario, quedóse pálida como una muerta, y pensé que iba a desmayarse en mis brazos! Aquella niña era una santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos, y gemía agonizada: 
—¡Dejadme...! ¡Dejadme...! 
Yo murmuré:—¿Por qué me aborrecéis tanto? 
—¡Porque sois el Demonio! 
Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor, que evocaba, en la sombra azul de la tarde, un recuerdo ingenuo de santidad». 

Y después de este delicioso y breve capítulo, la desgracia. El erotismo, el escándalo, el exceso de la poesía y los temas románticos, el doble rostro de todo amor humano.




Memorias del marqués de Bradomín

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