viernes, 1 de agosto de 2014

El Señor de los Anillos I: La Comunidad del Anillo de J.R.R. Tolkien

Si me preguntasen a bote pronto cuál es para mí el mejor libro del siglo pasado, diría que la obra de ficción más importante del siglo XX es El Señor de los Anillos. Así lo consideran con razón millones de lectores, su influencia en la literatura moderna es innegable y ha sido objeto de multitud de estudios e incluso tesis doctorales. No cabe duda de que la gran aventura épica de Tolkien (1892, Bloemfontein—1973, Bournemouth), desconocida por el gran público hasta hace pocas décadas, recibió un impulso decisivo con la adaptación cinematográfica de Peter Jackson. Pero El Señor de los Anillos, relegada al olvido o rescatada de éste, es una mina de riqueza inagotable y de hondas raíces religiosas con un decisivo mensaje; de tal modo que su sentido trasciende las intenciones del autor y hace de la obra maestra de Tolkien una historia providencial insuperable en su género.


En total El Señor de los Anillos está formado por una serie de libros que Tolkien dividió en tres partes (La Comunidad del Anillo, Las Dos Torres y El Retorno del Rey). Para dar vida a su fabulosa aventura, el escritor sudafricano construyó un mundo nuevo (la Tierra Media), inspirado en las mitologías paganas —especialmente la céltica y escandinava—, creando incluso un lenguaje nuevo: el élfico, y lo pobló de personajes excepcionales sometidos a las pasiones humanas y a la inevitable disyuntiva entre el bien y el mal.

El argumento general de la obra es sencillo. En la eterna disputa entre el bien y el mal, en una hora límite para el mundo, un elegido, acompañado de un grupo de seres de buena voluntad, se pone en camino para hacer frente al Enemigo, al representante del mal, en este caso Sauron, que, con forma de ojo que todo lo ve, encarna el mal en la Tierra Media y se dispone a aniquilar totalmente las razas que se oponen a su tiranía. Mas para destruir a Sauron hay que llevar un anillo de poder al propio centro del mal (Mordor) y arrojarlo al fuego desde el Monte del Destino. Y Frodo, un simple hobbit, es el encargado de hacerlo.

Como es lógico, Frodo no peleará solo; de su lado estará un inolvidable puñado de amigos, que, bajo la dirección del mago Gandalf el Gris, forman la Compañía del Anillo. Sus nombres son familiares para muchas personas: Frodo y Sam, Pippin y Merri, Gandalf, Legolas, Gimli, Boromir y Aragorn (es decir, cuatro hobbits, un mago, un elfo, un maestro enano y dos humanos, el último de los cuales es el heredero a la corona del reino de los hombres).

Lo que sigue es conocido por todos. Las razas buenas se unen para combatir a los ejércitos de Sauron y Saruman (mago que se ha pasado al Enemigo): orcos, nazgûl o espectros, Uruk-Hai y demás monstruos fantásticos… Propiamente hablando se puede decir que lo que sigue es la historia de la Guerra del Anillo.

Sin embargo, lo que me interesa destacar en La Cueva de los Libros acerca de El Señor de los Anillos es su significado, es decir, su evidente y profundo sentido cristiano. No en vano Tolkien era reconocido católico, y así puede verse reflejado en su mayor vástago literario.

Así pues, ¿qué es El Señor de los Anillos? En la forma un maravilloso cuento de hadas; en el fondo una aventura épica cristiana con claro mensaje teológico. Como cuento de hadas tiene la capacidad de liberarnos del asfixiante mundo que nos rodea, de la deshumanización reinante; como obra religiosa supone casi un evangelio, un medio de conversión.

Tolkien, en primer lugar, concibe un mundo legendario anterior a Abraham, anterior a la Revelación, y por tanto sin símbolos o referencias cristianas, pero no sin gracia (entiéndase esto bien porque no es mi intención caer en herejía). La finalidad de su obra está en sintonía con el gran mensaje evangélico que porta Jesús a su llegada a este mundo, y también con su misión; y por otra parte, los personajes principales de esta ficción fantástica son prefiguraciones de personajes bíblicos. Vemos por ejemplo ecos de la Virgen María en la dama Galadriel, del Mesías en Aragorn y Gandalf (este último sufre una transfiguración como Cristo en el Monte Tabor); Sam comparte semejanzas innegables con San Pedro, etc., pero es Frodo el que guarda más similitudes con el propio Cristo.

Frodo es el Portador del Anillo, y el Anillo no es otra cosa que el pecado mismo. Frodo por tanto carga con el peso del pecado para hundirse con él en los abismos del Monte del Destino y destruir de esta manera el mal; y está dispuesto a dar su vida si esto fuera necesario. Frodo es además el personaje en el que mejor se ve la evolución espiritual, y al mismo tiempo la mella que deja librar el combate espiritual al que todo hombre se ve enfrentado. Las secuelas más evidentes de la rendición a los cantos del maligno son Bilbo y Gollum-Sméagol. La misión de Frodo por tanto es destruir el mal, el pecado, el Anillo, y sin embargo es el personaje más humilde, pues proviene de la raza más baja de todas, la más insignificante: se trata de un simple hobbit. Y no obstante es el elegido, el salvador del mundo. Como Jesucristo.

A pesar de todo, Dios es el verdadero dueño y señor de esta obra. Aunque no se vea ni se nombre. En cambio, Dios planea y dirige con su divina providencia los pasos del Portador del Anillo, del elegido. Pues Frodo, naturalmente, no puede vencer al Señor Oscuro con sus solas fuerzas, siendo como es un simple mortal, sino que ha de ser guiado por la gracia y la voluntad del sumo hacedor.

Por eso El Señor de los Anillos es, como han visto muy bien otras mentes mucho más clarividentes que la mía, la gran aventura épica cristiana. Un viaje, un peregrinaje, un camino en el que todo hombre se ve inmerso mientras las fuerzas del mal le abaten y trata de alcanzar la meta deseada, la conozca o no: la gloria que solo Dios concede al hombre después de haber vivido haciendo el bien y resistiendo las tentaciones que nos acechan y ponen a prueba. Pues el Anillo, la seducción del mal, el pecado, no sólo es la maldición de los hombres de la Tierra Media, sino la de todo hombre real.

Entonces, ¿cuál es la clave para llegar a buen puerto? La fe. Pues, como afirman algunos personajes, habrá esperanza si la Compañía se mantiene fiel. ¿Y fiel a qué? A la voluntad divina que dirige los caminos de quien quiere vencer al pecado y a la muerte. El ejemplo más claro de fe lo vemos en Sam, un entrañable hobbit SIEMPRE LEAL A SU SEÑOR, a pesar de sus defectos y faltas, pero consciente de sus limitaciones y dones naturales. Su lealtad conmueve e impresiona. Sam es por ello, a mi modo de ver, el modelo que todo hombre ha de seguir para salir airoso de la Guerra del Anillo, que, como es notorio, es en el fondo la guerra interior del hombre, el combate espiritual que éste libra mientras camina por la vida escogiendo constantemente entre el bien o el mal, para colmo no siempre reconocibles. 

Consejos para distinguirlos no faltan en este vademécum de sabiduría. 


EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
Primera parte: La Comunidad del Anillo


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