miércoles, 3 de diciembre de 2014

Reflexiones en torno a la pintura: José Ferre Clauzel


El arte contemporáneo se debate hoy entre el realismo y la abstracción. No es cierto, por supuesto, que toda la pintura actual sea indeseable, pero el eco de las vanguardias todavía pervive en nuestra época y las bellas artes no han sido capaces de desprenderse del todo de la enfermedad terrible que las aqueja desde aquel entonces: la fealdad.

Las instituciones públicas han creado espacios donde este tipo de obras son enseñadas al público junto a las grandes creaciones de los maestros del Renacimiento italiano o del Barroco del Siglo de Oro español, o directamente en galerías independientes que, en algunos casos, son más reconocidas que los museos de siempre. Pero cuando el público se enfrenta a este tipo de obras, generalmente no piensa ni siente nada acerca de ellas. Y como estos hombres y mujeres no sienten ni piensan nada cuando ven las pinturas de muchos artistas presentes, se limitan a fingir, a fingir que sienten y piensan algo, a pesar de que esos cuadros sean ininteligibles y decididamente antiestéticos. En cambio, entre los pintores realistas vivos, aquellos que siguen valorando y enriqueciendo la tradición, existen hoy verdaderos maestros.

José Ferre Clauzel es uno de ellos. A mí, al menos, me lo parece. Su obra es un arrebato lírico de episodios históricos, de bodegones extraordinarios, de paisajes deliciosos y nostálgicos. Entre sus dones se encuentra desde luego el oficio de los pinceles. Pues sus cuadros exhalan una especie de encantamiento que en seguida envuelve y estremece.

Nació en Toulouse, Francia, hace 53 años. Su madre, francesa pero de linaje portugués, y su padre, español de pura cepa, pronto insuflaron en el pequeño José la pasión por sus correspondientes países. Se impuso sin embargo la cultura española. Hoy Ferre Clauzel es uno de los principales representantes europeos de la pintura militar, junto al sublime catalán Augusto Ferrer Dalmau, con magníficas obras dedicadas a diversos episodios de la historia castrense de España.

Para entonces, antes de volcarse en las escenas de guerra, Ferre Clauzel era un niño prodigio. A los 14 años ya exponía y comercializaba sus cuadros en Estados Unidos. Pero jamás dejó de formarse. Ingresó en la escuela de bellas artes ABC de París, y más tarde en el estudio Torrás, esta vez en España. Los resultados son hoy sobrecogedores.

El grupo de su obra se sustenta en cinco bellas columnas clásicas. Los temas principales que ha trabajado Ferre Clauzel son el arte militar, el paisaje, el bodegón, el retrato, y los dibujos al óleo sobre papel, dando lugar a un hermosísimo templo dedicado al color y decorado con escenas exquisitamente dibujadas y de gran fuerza expresiva.

Su técnica realista testifica acerca del don del artista. En su obra prevalece el dibujo sobre el color, aunque la presencia de éste también es determinante para forjar el encanto que transmiten las pinturas de este genio ignorado por la mayoría. Son lienzos tal vez menos detallados que los de Ferrer Dalmau pero a menudo más vaporosos y mágicos, más melancólicos y románticos. Pinturas que hablan de un pintor apasionado capaz de hacer estremecer con sus cuadros a los hombres y mujeres más sensibles que se acerquen a contemplar este gran arte.

Entre su vasta obra de contenido militar destacan las escenas de batallas, los soldados montados a caballo en marcos naturales, los personajes históricos más olvidados. La influencia de su pintura militar, por otra parte, se remonta a pintores como Cusachs, Detaille o Meisonier. En cualquier caso, hablamos de un pintor con un estilo muy personal y cuidado. Los legendarios tercios españoles, por ejemplo, han sido inmortalizados por los pinceles de Ferre Clauzel en varios de sus cuadros. De los cuales tal vez Los tercios en Albuch sea la mejor obra dedicada por este pintor a los mejores soldados del mundo en el siglo XVI.

Con un punto de vista bajo, cinematográfico incluso, la famosa unidad avanza hacia el frente con sus lanzas erizadas comunicando al espectador la tormenta que se avecina cuando estos hombres entren en combate. Por encima de ellos, docenas de lanzas de alargada figura se recortan contra el cielo agitado.

Todas sus pinturas merecen un estudio independiente. Regimiento de Lusitania es una obra conmovedora. En ella sobresalen todos aquellos elementos que hacen de Ferre Clauzel un pintor único. La maestría para pintar caballos, la elegancia de sus composiciones, la gallardía del soldado a lomos de la bestia, la expresividad de sus pinturas de guerra, el detalle fotográfico, y un entorno romántico elaborado a partir de un bosque otoñal y brumoso de irresistibles tonos pardos. Sus cuadros a veces parecen escenas salidas del cine, historia viva traída a los ojos y la mente. No son obras fáciles de olvidar. Se graban en la frente como el perfume de una mujer a la que se ama con intensidad.

Húsar de Ontoría es un cuadro similar. Tan precioso como su antecedente. El entorno esta vez es invernal. La nieve abriga los árboles de un bosque en el que se encuentra un húsar a lomos de su corcel, cuyas patas están hundidas en la nieve. La escena parece surgida de un cuento donde se hable de hadas o duendes, y sin embargo se trata de pintura histórica de estilo realista. Esta idealización me parece sublime. Apenas se fija la mirada en los detalles del uniforme, de los más exuberantes que ha vestido la infantería española. La expresión grave del soldado no lo permite. Éste nos está indicando que cumple con una misión importante. Pero el fondo inmaculado sirve de contraste para que se realce el colorido de su bello uniforme. Y entre las ramas desnudas de los silentes árboles del bosque, aparece esa niebla fantástica que solo es capaz de sugerir Ferre Clauzel.

La serie de 5 cuadros conocida como Waterloo, conmemorando la célebre batalla de 1815 entre las tropas napoleónicas y las del resto de Europa, denominadas la Séptima Coalición —engrosada por soldados británicos, holandeses  y alemanes—, cuenta con algunos de los mejores cuadros de este maestro hispano-francés.

Magnífico es El cuadrado de Brunswick. Por su complejidad compositiva, el ardor guerrero que transmite, apuntando el drama que poco a poco se resuelve delante nuestra, y la serenidad que extrañamente proporciona ese momento álgido de la batalla. Si prestamos atención, un chico se tapa con una mano su cara en medio de la formación, otro yace caído delante de sus compañeros, asomando tan solo el sombrero y la mitad de su cuerpo. Justo encima de él otro soldado, que apoya su mano sobre éste, grita al cielo doliéndose por la muerte de su compañero; de rodillas, como el resto de la tropa, manteniendo su fusil erguido a pesar de la rabia y la pena. Los que están de pie disparan en esos momentos sus armas a derecha e izquierda, escupiendo fuego en todas direcciones. La formación viste de negro como la muerte que viene a llevárselos en seguida.

Aún puede recrearse la vista con un cuadro de esta serie más alucinante que El cuadrado de Brunswick. Se trata de Capitán Chasseur à Cheval. La escena es la misma, pero desde otra perspectiva. Ahora nuestro pintor sitúa al espectador detrás de un capitán francés que se lanza contra el cuadrado de Brunswick sobre un poderoso caballo marrón mientras se gira hacia atrás y nos hiela la sangre con su mirada, manteniendo enhiesta y fuera de la vaina su preciosa y mortífera espada. En los ojos del oficial se refleja la determinación de un soldado de Napoleón, consciente de formar parte de los ejércitos de un semi-dios. No pueden ser derrotados. Han sometido Francia, y media Europa está rendida a sus pies. Esa batalla decidirá para siempre quién manda en el viejo continente. Y en consecuencia se abalanza sobre la formación de soldados vestidos de negro que tiene delante, dispuestos los fusiles para agujerear su maravillosa casaca verde, mientras atraviesa un campo de hierba lleno de cadáveres humanos y caballos agonizantes, en brazos de la fortuna y, suponemos, seguido de sus hombres.

Los detalles de la pintura son espectaculares, como puede observarse. Algo más de la mitad del lienzo está ocupado por el celaje, turbulento, agitado, belicoso, fatídico y triste. Las columnas de humo y polvo ascienden, siendo su punto de fuga el sable del soldado que se viene sobre la masa de hombres que tiene de frente; genialidad del pintor que ha trazado esas líneas para que confluyan en el oficial francés, reforzando la acción que en esos momentos está produciéndose. En consecuencia, el espectador solo puede mirar asombrado la belleza de la escena que está contemplando, imantado por la fascinación inexplicable que producen la guerra y la muerte.

Los soldados uniformados totalmente de negro forman parte de la leyenda de la historia militar. A esta tropa se la conoce como La banda negra. Fueron creados expresamente por el duque de Brunswick para hacer frente a la infantería napoleónica. Al parecer, a tal extremo llegaba el odio del duque (Karl Wihelm Ferdinand) hacia Napoleón, que instituyó esta unidad de infantería legendaria vistiéndolos de negro y adoptando la calavera como distintivo principal del regimiento. La escena es irrepetible.

Pero José Ferre Clauzel no es solo un maestro pintando historia militar. El detalle y la viveza que alcanzan sus retratos parece increíble. Todo su arte rebosa autenticidad. Sus cuadros confiesan discretamente que su creador es un hombre apasionado y con algún tipo de herida en el corazón por la que se vierten delicadamente gotas de nostalgia. Nostalgia que el artista francés trata de curar creando belleza. Sus bodegones en este sentido son transparentes. Hablan del autor del mismo modo que una cara suele ser el espejo del alma. En estas naturalezas muertas todo es equilibrio y elegancia. Ferrez Clauzel continúa la tradición y vuelca en ella su personal aliento de artista, lejos de los insultantes bodegones vanguardistas. Uno no comprende cómo el bodegón cubista de Juan Gris está expuesto en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid y las maravillosas creaciones de este artista no son reclamadas para ser protagonistas en espacios como ése. Aquí los manteles son tan exquisitos como los racimos de uvas sabiamente dispuestos, las hermosas y fugaces flores que parecen querer inmortalizarse, y los magníficos reflejos urdidos en el cristal de los jarrones. Son bodegones bellos que consiguen sosegar el alma del espectador y acunarla en un mar de colores sugestivos y maternales.

Pintar caballos es otro de sus dones. No en vano, el caballo es el animal más bello de la Tierra, y según las mitologías más importantes, el animal preferido de los dioses. Cualquiera de los hermosos corceles surgidos de los pinceles de Ferre Clauzel ilustraría nuestra imaginación leyendo la Ilíada. Viendo sus cuadros pensamos en Janto, el caballo de Aquiles; en Bucéfalo, el de Alejandro Magno. Bellísimas bestias que el artista francés inserta en fondos etéreos y mágicos.

No obstante, si me obligaran a elegir entre alguno de sus cuadros, si el genio oriental de algún relato olvidado me concediera un deseo y me permitiera escoger una sola pintura de este maestro francés para colgar en las paredes de mi casa, quizá me decidiría por un paisaje. Hay en los paisajes de Ferre Clauzel una densidad cromática alucinante; virtuosismo en el tratamiento de las cristalinas aguas, genialidad para llenar los espacios de bosque, temperamento romántico al sugerir escenarios fantásticos, luz que se desintegra dando lugar a nieblas sustraídas de antiguas leyendas rurales. Panorámicas, en definitiva, que trasportan al espectador a mundos donde el alma olvida que está encerrada en la prisión de un cuerpo, soñando con ese más allá en el que las religiones dicen que está nuestro verdadero hogar.

José Ferre Clauzel hace, así pues, que las heridas de quienes contemplan su arte se abran de par en par, manando por ellas la nostalgia guardada en lo más recóndito de nuestro cuerpo; heridas que solo pueden ser restauradas precisamente por la belleza que brota de sus pinturas y cuadros. Por eso el arte es una trampa. Una forma de magia. Una antena que nos conecta con algo superior, situado para los mortales en lo más alto.