domingo, 1 de febrero de 2015

Silencio de Shûsaku Endô. La aventura de los jesuitas en el Japón del siglo XVII

Si tuviera que citar los libros que me han marcado en serio, los que han dejado una huella profunda en mis adentros, no serían demasiados, a pesar de haber leído cientos, sino más de un millar de volúmenes de todo tipo de géneros. Parte de culpa habrá sido mía, que he leído en ocasiones a destajo y sin amor suficiente. En este caso, la motivación con la que leamos no es determinante. Quien lea Silencio llevará clavada su historia en lo más profundo de su pecho.

En su día, Silencio recibió con todo merecimiento el prestigioso Premio Tanizaki. Su autor, el genial Shûsaku Endô (1923-1996), se sirvió de la aventura de los jesuitas en el Japón del siglo XVII para lograr una obra magistral, conmovedora a la par que profunda, que levantó ampollas en su país natal, en el obstinado archipiélago del Lejano Oriente, al abrir una dolorosa herida, un desgarro irreparable en su historia legendaria: la masacre de cristianos ordenada por las autoridades niponas; autoridades inhumanes, atroces, satánicas, responsables de la muerte de cientos de japoneses, y misioneros, cuya fe no agradaba a los poderes en liza por aquel entonces.

Sebastián Rodrigo es el protagonista de esta narración histórica, un sacerdote portugués que viaja a Japón junto a otros dos compañeros siguiendo los pasos del san Francisco Javier, el santo que anunció al Japón la Buena Nueva, el Evangelio de Jesucristo. Conscientes de los peligros que corren con el nuevo poder dominante en las islas, que ha cambiado de parecer con respecto a la nueva religión invasora, deciden ponerse en marcha, ardiendo de fe por compartir con los campesinos nipones al Dios de los cristianos. Al llegar al imperio del sol naciente, descubren que efectivamente hay todavía sinceros cristianos y entienden cómo es posible que confíen en Jesús de Nazaret estando su culto perseguido con la muerte: «Durante mucho tiempo estos campesinos han estado trabajando como verdaderos animales y como animales han ido muriendo. Que nuestra religión se fuera extendiendo entre ellos como agua que todo lo penetra, se debe a esto y sólo a esto: estos hombres han experimentado por primera vez en su vida el calor del corazón humano» (p. 42).

Durante los 4 primeros capítulos el protagonista narra sus incidentes en las islas, después, Endô sustituye al primer narrador por otro en tercera persona. Kichijiro traiciona al Padre Rodrigo y a partir de entonces se acentúa la tragedia, que ya se ha cobrado las primeras víctimas, en una escena dantesca, con el martirio de Ichizo y Mokichi. Esta crueldad marca irremediablemente el ánimo del protagonista. Para él, que había soñado con martirios gloriosos y ángeles en los cielos haciendo sonar sus trompetas, descubre que la muerte de esos pobres japoneses nada tiene de esplendoroso. La muerte de esos mártires cristianos, observa el Padre Rodrigo, «fue así de mezquino y cruel... ¡Dios mío!, la lluvia cayendo interminable en el mar sin un solo respiro, y el mar que los mata y se obstina después en un silencio trágico» (p. 77.). El silencio de Dios es, pues, el verdadero tema que recorre toda la obra. Y el que da título a la misma. Al Padre Rodrigo, así pues, se le antoja inexplicable semejante silencio: «Ya han pasado treinta años desde que empezó la persecución y, aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las iglesias, Dios tiene delante a las víctimas de este horrible sacrificio inmoladas a él, y aún continúa en silencio» (p. 71). ¿Cómo es posible?

El otro asunto de verdadero calado que plantea Shûsaku Endô en esta obra maestra, es la dificultad del cristianismo para arraigar en Japón. Durante un buen tramo del relato, el sacerdote protagonista e Inoue, gobernador de Nagasaki, señor de Chikugo y bestial anticristiano, enfrentan ambas visiones. Lo que podría ser un país aparentemente impermeable a la Palabra de Dios, resulta que no tiene nada de extraordinario, ni sus habitantes son extraterrestres, pues el cristianismo en realidad sí prendió en Japón, y todavía pervive hoy un resto fiel de aquella semilla plantada por los misioneros europeos en las tierras del Lejano Oriente. Lo que ocurrió es que las raíces fueron arrancadas una y otra vez por las autoridades niponas, infatigablemente. Alguien, sin embargo, ha sugerido que las raíces cristianas se pudren solas en el solar japonés, por su idiosincrasia particular, y su insensibilidad a Dios, al pecado y a la muerte, haciéndose eco de las palabras del propio Inoue, pero la realidad es que el propio Inoue confiesa el motivo real por el que el cristianismo no podía ser tolerado en esas tierras: el sistema se habría venido abajo.


Aquí no estamos discutiendo si la religión del padre es en sí misma verdadera o falsa. En España, en Portugal y en tantísimos otros países seguro que la tendrán por verdadera. Si aquí hemos prohibido el cristianismo es porque, después de mucho y mucho pensar, hemos visto que esa doctrina no le ayuda nada al Japón de hoy (p. 142).

Enmarcando las cuestiones filosóficas y sociológicas que plantea esta excelsa obra, Endô ofrece unas descripciones ambientales sobrecogedoras y premonitorias, de terrible belleza, que apenas permiten recrearse en ellas porque la historia es demasiado trágica. Por eso este clásico escritor japonés escoge aquí un estilo desornamentado, realista, pero magistral al mismo tiempo. En realidad Silencio es un trabajo artesanal de muchos quilates, cuyo valor no material, como el de toda obra maestra, resulta incalculable. Su estructura es como las piezas de un reloj suizo, su prosa, como la hoja de una espada de Toledo, su historia, de un dramatismo sólo a la altura de Shakespeare, Séneca, Eurípides, Sófocles o Esquilo. Con una diferencia no pequeña: que la sangre que inspira estas páginas corrió realmente por una esquina de la Tierra.

Creo que el lector que recoja el guante que le lanzo con esta magistral novela histórica convertirá la lectura en una cuestión personal. Yo puedo hablar por mí. Silencio se ha ganado mi afecto al grabarse en mi pecho como con un fuego ardiendo. Además, y al margen de todo ello, estoy convencido de que es una de las mejores novelas que se han escrito en mucho tiempo.

Por último, no quiero acabar este comentario sin hacer una observación al final de la obra. Observación que a quien desee leer este libro y no lo haya hecho, no recomiendo que la lea ahora. 

Bien, la muerte del Padre Rodrigo, en apariencia insignificante, deja realmente una sensación de que falta algo por comprender, de que no se ha extraído todo el sentido que el autor quería transmitir con ese último dato. Es comprensible. La muerte del misionero portugués se produce sin ningún tipo de gloria, como la cosa más normal del mundo. Como otra vulgar muerte más. Insulsa, desabrida; no sólo sin repercusión, sino vulgar y pasto del olvido. Como correspondía a su suerte de acuerdo a la coherencia de sus obras. Y aquí la lucidez de Endô es apabullante. A Rodrigo le sorprendía que la muerte del tuerto que había sido asesinado por no apostatar, a plena luz del día, con el sol cayendo a plomo, fuera una muerte tan discreta, indigna de un mártir. Y así lo consideraba porque no había ruido de trompetas ni coros celestiales alrededor del cadáver. En cambio, hermosa paradoja, él recuerda en numerosas ocasiones la muerte del tuerto, de feliz memoria. Pero ¿y de la suya? ¿Se acordará alguien? Por suerte para él el Dios en el que siguió creyendo a pesar de haber renegado públicamente de su fe, ama incondicionalmente y de forma incomparable y misteriosa. Lo que ocurre es que cada uno de nosotros tenemos una misión propia. Cómo la hagamos nuestra determinará el peso que llevaremos con nosotros al entrar en el reino de los muertos, y en cuya balanza se pesarán nuestras obras y méritos.


*Ver crítica 1 de la película de Martin Scorsese
*Ver crítica 2



Espacio, Japón y su literatura

4 comentarios:

  1. Estaba pensando en la escena de la miniserie Shogun en la que el protagonista ingles, por otro lado un rabioso anticatólico y buena persona, se echa a llorar en una colina tras descubrir que han decapitado a un criado suyo por una menudencia (la escena del faisán colgado en la puerta). Y es que a los japoneses no había quien los entendiese con esa cultura que antes o después te llevaba a ser asesinado o tener que suicidarte muchas veces por auténticas trivialidades propias de estetas.

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    1. Miki, no he visto Shogun, pero algo he reflexionado acerca del problema que citas. Japón ciertamente es un país peculiar. Yo diría que al cristianismo le cuesta prosperar allí por una mezcla cultural y religiosa explosiva.

      Los japoneses son hijos de tres religiones: sintoísmo, confucianismo y budismo. El sintoísmo, que es su religión ancestral, ve en las fuerzas de la naturaleza divinidades; esto da lugar a un imaginario lleno de espíritus que no conviene alterar, por eso semejante afán por respetar el equilibrio «natural». Como también es importante valorar la veneración que profesan a los antepasados y a la tradición que han recibido de estos (romper con ella sería traicionarlos). Además, la línea imperial nipona arranca del hijo de la diosa Amaterasu, lo que implica la divinización del gobernante. El confucianismo, por su parte, ha impuesto en sus conciencias la sumisión al emperador y la idea de que forman parte de un conjunto al que deben entregar sus vidas. Por último, el budismo predica un desapego del mundo y de las pasiones que colisiona frontalmente con cualquier ambición personal.

      Así, para aceptar el cristianismo, el japonés ha de verse primero como individuo, como un fin en sí mismo, y no como parte de un engranaje cuyo sacrificio hace que la máquina (Estado o empresa) funcione. Los japonenses, en definitiva, se sienten impulsados a obedecer y a hacer lo que todos hacen. No comprenden que el Estado o la empresa están al servicio de la persona, y no al revés, pues tienen un sentido del orden y del deber muy arraigado. Es muy difícil, por tanto, romper con esa concepción tan cerrada y cortar amarras con el grupo.

      Con todo, no es imposible hacerles entender —puesto que hay cristianos en Japón—, que entrar a través del bautismo en la Iglesia de Cristo supone formar parte de un grupo aún más estrecho y vivificante. La vida de la gracia es ciertamente gratificante, aun con sus luchas titánicas insoslayables; la vida japonesa, por el contrario, no es más que una olla a presión insoportable.

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  2. Efectivamente una GRAN historia!!! Magistralmente logra una fantástica historia donde alternativamente integra como reloj suizo, pasajes de la vida de Jesús... Es una emocionante pero trágica historia, que vale mucho la pena, aunque el final me dejó confundido. Pienso que la magistralidad se pierde al final.

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    1. Hugo, quizá veas con más claridad el final del libro después leer las dos reflexiones que publiqué acerca de la película. Te dejo las referencias debajo para que te resulte más fácil dar con ellas:

      http://lacuevadeloslibros.blogspot.com.es/2017/01/los-martires-del-japon-scorsese-endo-y.html

      http://lacuevadeloslibros.blogspot.com.es/2017/01/rectificar-es-de-sabios-scorsese-mel.html

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