lunes, 20 de junio de 2016

Rebelión en la granja de George Orwell

¿Es posible que llegue un momento en el que nadie se atreva a decir lo que piensa? ¿Y en el que se elaboren listas con los nombres de aquellos que denuncian el Sistema y han de ser eliminados? Como alegoría política, Rebelión en la granja funciona al describir la sociedad totalitaria comunista de la Unión Soviética, donde ya ocurrían todas estas cosas, pero su mayor paralelo con la actualidad, o su mayor interés con la situación presente, es comprobar cómo las masas, tras periodos de bonanza, se envilecen y alcanzan unos niveles de ceguera y desmemoria que rayan lo blasfemo.


Por supuesto 1984 me parece una obra infinitamente más perturbadora e incluso clarividente que Rebelión en la granja, pero como decía, hay algunos paralelos entre la realidad actual y La República de los Animales que merecen recordarse.

El hombre como enemigo. Por ejemplo. Es conocido, al menos por los que están atentos a las palabras de los líderes mundiales, el interés de algunos grupos poderosos y sin duda diabólicos de reducir drásticamente la población mundial. Por lo visto somos muchos, y ponemos, además, en riesgo nuestro planeta. Es curioso que este desprecio por el hombre concreto se dé en la época en la que más se ha hablado en la Historia de los derechos humanos, y en la que más se ha predicado el amor por la Humanidad. Justo cuando el desprecio por el que disiente es público y manifiesto (algunos hombres justos ya han pagado con cárcel su oposición al Sistema, y otros han recibido y reciben el acoso de los medios y de las turbas infectas).

Resulta curioso también que en una era atea y paganizante como ésta, por no decir apóstata y anticristiana, se impongan, como ocurre en Rebelión en la granja, multitud de dogmas seculares. Los africanos hace tiempo que se quejaron de los europeos y les pidieron que no metieran más en África sus manazas: «África para los africanos», dijeron. Sin embargo, es obvio que una mayoría de europeos decentes no desea que su continente sea invadido por millones de musulmanes, y los líderes en cambio hacen todo lo que pueden —convenientemente aleccionados— para convertir en Eurabia al Viejo Continente. En este caso no vale el principio: «Europa para los europeos». Inmediatamente uno queda fuera de juego; se sale del discurso todo aquél que proponga algo semejante, algo que discuta el pensamiento único, siendo automáticamente denigrado y digno de cualquier futuro castigo al ser tildado de racista, homófobo o antisemita (ya se han creado para contrarrestar cualquier réplica los delitos de odio). 

Algo similar ocurre en esta obra de Orwell. Los animales, una vez conquistada la Granja Manor del señor y la señora Jones, imponen su ley y elaboran unos nuevos mandamientos. Lo terrible de este hecho es que no están fundados en ninguna autoridad real, y por eso los mandamientos son modificados con el paso del tiempo según los intereses y urgencias de sus dueños. Y así, los cerdos (Snowball, Napoleón y Squealer) violan todos los principios que ellos mismos han impuesto. Porque todo derecho que se sale del marco natural es un principio relativo que está condenado a cambiar, y lo que ayer era llamado inmoral hoy puede ser no sólo normal sino obligatorio. En realidad nos hallamos en una sociedad totalitaria perfeccionada, que busca por un lado la servidumbre voluntaria de las masas con opios como el deporte y otro tipo de espectáculos, y por otro, la supresión de cualquier voz disidente que denuncie la ceguera colectiva y el plan diabólico que tratan de imponernos.

Como botón de muestra referiré la reciente aprobación de la zoofilia en Canadá [*] o la genial idea de que los chicos puedan llevar falda en los colegios de Reino Unido [*]. Rebelión en la granja, como decía al principio, es una alegoría política sobre las sociedades totalitarias, y hay con respecto al mundo occidental algunos paralelos que me apetecía destacar, o más que paralelos, motivos de la novela que me han hecho pensar en nuestro mundo actual.

Por eso me parece crucial la pregunta que se hace el Viejo Mayor, el verraco soñador que ha enarbolado la causa de los animales revolucionarios, aunque Orwell no supiera sacarle después ninguna sustancia. A mí en cambio esa pregunta me parece de lo más relevante de la obra:

«Camaradas, aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a votación. Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿Son camaradas las ratas?».

Pues bien, las ratas europeas, traidores, quintacolumnistas, o como se quiera, son a día de hoy los progresistas que abren sus casas a los refugiados musulmanes para que sus hijas sean violadas [*]; los que defienden el multiculturalismo, el homosexualismo y la ideología de género; los líderes lacayunos que aplican a rajatabla este nuevo orden demencial y asisten a rituales satánicos públicos en inauguraciones de obras públicas (la reciente ceremonia de inauguración del túnel de San Gotardo es la gota que colma el vaso); los idiotas que dan sus votos a partidos animalistas o todos aquellos ingenuos que han olvidado que en la naturaleza hay lobos y corderos y que los lobos atacan y los corderos son sus presas.

Finalmente, Orwell hablaría del Gran Hermano después de este libro, haciendo alusión a un tirano sutil e implacable. Pero este periodista no dejaba de ser un lúcido izquierdista con escrúpulos que acabó cayéndose del caballo. En cambio San Juan, que sin duda contaba con mayor intuición y mejores fuentes, empleó el término Anticristo. Un individuo que ya tiene puesta la alfombra roja y palmeros suficientes para acogerlo a gritos. Mientras llega, observemos, sin callarnos las verdades del barquero, de qué más son capaces las ratas y esta inmunda granja de estúpidos. 


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