viernes, 7 de octubre de 2016

El épico Cervantes de Augusto Ferrer Dalmau

España es un país cainita. Yo he escuchado esta frase muchas veces de diferentes bocas, pero nunca he estado muy seguro de si quienes la compartían conmigo sabían lo que querían decir al decir eso. En realidad la guerra es propia de las sociedades humanas, y no hay historia patria que no esté salpicada de violencias fratricidas. Si bien la historia del hombre es, emulando a San Agustín, la oposición de dos ciudades o modos de vivir antagónicos. Pero no me apetece entrar en esto ahora, aunque hubiera sido una muy buena ocasión para hacerlo, a propósito del épico Cervantes que Augusto Ferrer Dalmau ha pintado con motivo del cuarto centenario de la muerte del genial escritor madrileño.

Cervantes no contaba todavía los 24 años de edad cuando se vio inmerso en la épica batalla naval de Lepanto. No había escrito todavía su obra maestra ni disfrutaba de éxito en el fatigoso mundo de las letras. No era nadie, por decirlo lisa y llanamente. Sin embargo, con la perspectiva de su vida completa ante nosotros, se ha creído oportuno ensalzar a Cervantes como soldado valeroso, digno incluso de notas heroicas. La reciente biografía de un catedrático español presenta por el contrario a un Cervantes oscuro y banal. El autor presume de haber desmitificado a Cervantes, restando valor a su participación en Lepanto y magnificando sus pillerías para sobrevivir en Argel —como si para sobrevivir en la universidad española no hubiera de ser uno un perfecto ladino—. Yo pienso, en cambio, que todos los soldados que contribuyeron a la victoria de Lepanto fueron héroes, y que la epicidad de don Miguel de Cervantes, en cualquier caso, no es discutible desde el mismo instante en que ostenta la paternidad del Quijote. Luego pudo hacer más o menos a bordo de la Marquesa, y en realidad da lo mismo. Me permito igualmente dudar de las conclusiones de este catedrático, por otra parte tan imponderables, porque en la más alta ocasión que vieron los siglos trabaron combate todas las naves, y porque se requirió el auxilio de tropas de refresco, entre las que tal vez se hallaba Cervantes , dada su bisoñez. Sea como fuere, y aunque pueda causar asombro, yo quería aludir con esto a que la figura de Cervantes resulta incómoda para algunos intelectuales españoles, ya que representa la primera figura nacional del campo humanístico. Y en España hay mucha gente que odia a su país. Por eso me parece tan adecuado el tono que ha escogido Augusto Ferrer Dalmau para retratar la figura de Cervantes. Hay una idealización del personaje, cierto. Pero es que es el mejor homenaje que se le puede hacer al padre de Don Quijote y Sancho: mitificarlo. Y en el cuadro vemos ese grandioso mito en todo su esplendor.

En el cuadro de Cervantes soldado la figura del soldado escritor se recorta sobre el fondo, disfrutando de absoluto protagonismo. Ocupa el centro de la escena, donde aparece erguido, en medio de un infierno, valorando las dimensiones de la más alta ocasión que vieron los siglos. A su alrededor se confunden los cuerpos, el fuego, la sangre y el humo. Han vencido los soldados de Cristo. No obstante, permanecen las secuelas del terrible enfrentamiento: a sus pies yace el cadáver de un enemigo. Y tras él, el bote con el que ese mismo enemigo ha abordado la galera Marquesa, defendida por un Cervantes que permanece gallardamente alzado y abstraído. La sangre unta sus ropas e impregna el suelo, cuya tarima recibe el tinte escarlata de la linfa y del plasma de sus adversarios turcos y de sus compañeros de la Santa Liga, puestos de acuerdo únicamente en verter su sangre sobre aquellos navíos. Ya se ha desecho del casco, aunque en su mano derecha empuña todavía la espada, lo que refuerza su clara identificación con la soldadesca. A su espalda los mástiles son devorados por las llamas, y la niebla acre de los cañones y las otras armas de combustión asciende desde el piso ahumando el velamen. Podría decirse —pues los elementos están a su altura y la encierran— que la cabeza de Cervantes en ese momento echa humo y arde. Es una hermosa cabeza por otra parte la que ostenta. El gesto que la rige es enérgico; su mirada, profunda, embebida y seria. La otra mano, sin embargo, se la lleva al pecho. Aquélla le habla del deber y del valor, ésta del horror que contempla. Toca su corazón. Quizá sienta que parte de su alma ha quedado mutilada por esa guerra, y que el daño físico que ha sufrido en su mano izquierda y en su pecho serán su honorable huella. No parece sin embargo dolerse de su mal. Hay que mirar más de cerca. Algo parece consolarlo: sobre su pecho cuelga un gran rosario. Ha sido su principal arma en esa batalla que todavía colea. Su gesto, rozándolo con la mano, parece indicar que está orgulloso de su desempeño en esa guerra. Y es que esa mano, esa mano que expresa su emoción y su arrebato, se sitúa en la misma vertical de su bella cabeza. Talento y corazón en un mismo plano. Inteligencia y coraje en un mismo hombre. Genio y fe que se dan la mano en el joven Cervantes. Por supuesto, ese escenario volcánico que envuelve al héroe, como la lava que ya corre por sus venas (manifestada en su expresión decidida y soberbia), será el embrión de su gran obra maestra. Por eso este cuadro me parece la justa sublimación de un personaje que estaba llamado a convertirse en el más ilustre y universal cultivador de las letras. Un hombre corriente que por el momento se había batido el cobre por Dios y por España: una hoja de servicios a tener muy en cuenta.


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