martes, 29 de noviembre de 2016

Ecos de la escritura en el alma

La grafología pretende ser un saber capaz de describir la personalidad de una persona a partir de su caligrafía o escritura, como si la morfología de las letras y su propia ilación formando palabras constituyeran un espejo que revelara el alma del amanuense o calígrafo. Muchos, sin embargo, desconfían de esta especialidad suigéneris, considerándola, en efecto, una seudociencia. Pero yo no entraré aquí a valorar este apasionante asunto. No. Mi intención es otra. En realidad mis cavilaciones giran en torno a cómo repercute en el alma el ejercicio mismo de la escritura (la escritura manual, se entiende). Y al mismo tiempo, cómo responde el alma a través de la pluma (es decir, mediante la habilidad o destreza caligráfica).

El ejercicio de escribir consume energías, tantas, de hecho, que puede resultar agotador. No es frecuente, sin duda, que así sea, pero cuando lo que ha de ser puesto por escrito exige una especial concentración, un extraño poder fluye del interior del escribano y se manifiesta en textos con hechuras infinitamente distintas. Ese poder que fluye es más bien una fuerza que escapa, una energía que se pierde, que se entrega, que se ofrece a modo de sacrificio. Y como es natural, todo sacrificio conlleva un precio, una especie de renuncia.

Por ejemplo, cuando alguien toma notas con vehemencia, temiendo que las ideas puedan ausentarse de su cabeza, lo común es que la pluma conjure un texto irrisorio y deforme, inconsistente y fantasmal. La prisa con la que se ejecuta este arte suele engendrar en el alma de quien escribe ansiedad, ansiedad que se agudizará por la fealdad inherente del texto que cobra vida y la tensión necesaria para materializarlo. Pues bien, este proceso, tanto si se dilata unos minutos como si no, viene a ser una sucesión de bocados que roban a cachos el sosiego que el amanuense pudiera atesorar antes de comenzar su tarea. Dicho de otra manera: escribir a mano perturba. 

Pero en realidad escribir a mano perturba al amanuense cuando éste no respeta los tiempos que este arte precisa para fluir correctamente. Cuidar estéticamente la caligrafía, obtener una letra clara y elegante, plasmar con orden y armonía lo que hemos de expresar negro sobre blanco, todo ello depende del pulso, del ritmo y de la virtud del amanuense. Por eso un corazón agitado no puede dar lugar a grafías refinadas, delicadas y hermosas. Le resulta imposible. Y por eso cuanto más escribe, más desastrada parece su escritura, y él, más tenso se siente. Incluso la respiración se altera cuando se le da uso a la pluma para escribir unos simples apuntes. En suma, he descubierto que una caligrafía bella depende, no sólo de maña y de paciencia, sino principalmente de una actitud espiritual correcta.

Los maestros de la caligrafía japonesa han sabido esto desde hace milenios. Los japoneses, exquisitos en los detalles y prolijos como pocos, han cultivado desde hace cientos de años el arte de escribir con letras claras y bien formadas. En realidad este arte tradicional japonés intenta expresar, a través de ideogramas (kanji) —nosotros los occidentales lo hacemos a través de palabras—, la profundidad espiritual del artista y la belleza misma, a partir de unos simples trazos. Para ellos la obra artística debe estar en perfecta armonía con el espíritu. En definitiva, los maestros japoneses en el arte de la escritura dedican su vida al dominio del espíritu y la respiración para escribir con gracia y excelencia. Así pues, lo que transmiten no puede ser más que un reflejo de su propia alma.

Por tanto, dominio de uno mismo y control de la respiración son los secretos de este arte tan antiguo. ¿Puede extrañar entonces que las letras más bellas del mundo occidental se hayan estampado en los monasterios? Y es hace ahora un mes y poco me maravillaba viendo en El gran silencio la primorosa letra de uno de los monjes de la película. En esa escena, de extrema y escueta belleza (si se me permite la contradicción), un joven cartujo se ejercita en el arte de la caligrafía, aprovechando un texto de carácter espiritual, tal vez incluso haciendo una copia del mismo para uso particular o de la comunidad. Parece que no hay nada más importante en el mundo para ese cenobita que la tarea que se trae entre manos. Su austero pupitre, la claridad de la estancia, el majestuoso silencio que todo envuelve, el primor admirable del monje para ejecutar su faena y su serenidad imperturbable, todo concurre para que dicho escriba manifieste su excelsa escritura. En él se intuye esa actitud espiritual y mental que hace falta para escribir bellamente. En él se intuye también ese domino de sí mismo que hace falta para que la caligrafía no refleje un alma conturbada.

Al contrario que en nuestra época, donde el tempo acelerado determina nuestras acciones y por ende nuestras letras. Hoy no hay caligrafías hermosas, porque nadie se esmera y, sobre todo, porque a pesar de las apariencias somos bestias que no saben o no quieren dominarse.

En fin, ciertamente manan ecos misteriosos del deseo de plasmar por medio de grafías y letras lo que siente un corazón y lo que piensa una cabeza. Y su resultado nos perturba porque en realidad refleja la grandeza o mezquindad de nuestro fuero interno, el fulgor u opacidad de nuestras almas.


2 comentarios:

  1. Tampoco yo pretendería establecer la grafología como una ciencia -¡ay, Matilde Ras iniciadora de todo esto en España con tus libros en la editorial Labor- pero me sorprende el mínimo margen de error que siempre he tenido para distinguir una letra de hombre o de mujer, porque somos diferentes diga lo que diga la Cifuentes y la madre que la parió.

    La escritura, además de ser el mayor invento de la humanidad, a mi leal saber y entender, tiene algo de misterioso. No sólo sirve para explicar o disimular lo que pensamos o sentimos, sino que en su expresión manual parece que nos delata. En mi trabajo en el hospital, he leído tanto notas de esquizofrénicas como de sacerdotes fieles a la Iglesia y totalmente felices (conditio sine qua non para ser cura feliz)y aunque no conociera el idioma, distinguiría la salud espiritual del firmante sólo por los trazos de su escritura.

    Tiene razón, amigo Luis, si fuéramos santos escribiríamos con letra con arabescos, capitulares espectaculares y redondillas que enamorarían al mundo.Como somos como somos, ahí quedan nuestros zarpazos gráficos.

    Haddock.


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  2. Luis Manteiga Pousa20 de febrero de 2023, 22:55

    Las palabras son el espejo del alma siempre que sean sinceras. Por lo demás, a veces no son suficientes, "no hay palabras", o no se encuentran.

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