martes, 1 de mayo de 2012

No es país para viejos de Cormac McCarthy

Cormac McCarthy sella sus novelas con historias salpicadas de violencia y en las que muestra el lado salvaje del ser humano. Toda su narrativa hunde sus raíces en el concepto de límite o frontera, en la delgada línea que separa el Bien del Mal. En esta magistral ficción, No es país para viejos, McCarthy construye una parábola en la que a través de la denuncia de un hombre bueno (el sheriff Bell) pone de manifiesto la deriva de nuestro mundo y su evidente degeneración. La sensación de abatimiento, impotencia y derrota extiende su aliento con la prosa afilada y contundente de McCarthy, en un relato una vez más exigente, brutal y pesimista.


      El argumento de No es país para viejos es sencillo. Al menos la historia con la que McCarthy nos seduce para transmitirnos la moraleja que desea. Nos encontramos en Texas, año 1980. Un veterano de la guerra de Vietnam, Llewelyn Moss, descubre mientras está de caza varios vehículos acribillados a balazos y unos cuantos cadáveres en lo que parece un tiroteo entre narcotraficantes mexicanos. Cuando da con un maletín con más de dos millones de dólares, Moss confía en que su suerte y la de su mujer (Carla Jean Moss) cambie definitivamente. Y vaya si lo hace. A partir de entonces, Moss es perseguido por varios individuos con intenciones diferentes. Por un lado, Anton Chigurh, un implacable sicario; y Carson Wells, un ex agente de las Fuerzas Especiales contratado por un poderoso cartel. Y por otra parte, las autoridades, representadas fundamentalmente por el sheriff Bell. Los personajes se irán cruzando de marena dramática, hasta un final precipitado a 60 páginas de la conclusión de la historia, en la que McCarthy corta abruptamente la tensión acumulada en las tres primeras partes de la novela para decirnos con un puñetazo en la boca que la persecución no era el fondo de la historia, que simplemente era un reflejo más del Mal.

      Nos centraremos únicamente en los personajes de Anton Chigurh, Llewelyn Moss y el sheriff Bell. El primero de ellos, Chigurh, es una creación literaria antológica, un representante del Mal, como el personaje del juez Holden en Meridiano de sangre. Aquí, Chigurh es un temible asesino con delirios de ángel exterminador. Un monstruo con principios (¡ojo, porque a veces es más peligroso que determinados individuos tengan principios que no los tengan, parece decirnos el autor!) que ejecuta un plan superior, la obra del maligno. El inicio de No es país para viejos abre con él, con un cuadro de acción brutal y violento en el que Chigurh escapa de una comisaría después de ser detenido.

       De Moss podemos preguntarnos si hizo lo correcto y qué haríamos nosotros en su lugar. Su vida no era todo lo deshaogada que le hubiera gustado, y quizá no lo podamos culpar por lo que hizo. O quizá sí. La verdad es que su codicia compromete su vida y la de su mujer de manera determinante. Un ejemplo perfecto para hacer valer lo que dijo Voltaire respecto al dinero: «Quienes creen que el dinero lo puede conseguir todo, terminan haciendo todo por dinero».

      Y por último, el sheriff Bell. Su voz es la de la gente de bien, cada vez más espantada y silenciada por la extensión de las tinieblas en un mundo que en el pasado fue mejor. Sus monólogos son el esqueleto de No es país para viejos, la reflexión de Cormac McCarthy, y su pesimismo con un mundo que se derrumba. Una vez más tenemos un ejemplo de esto en la magistral cinta de Clint Eastwood, Gran Torino.

      En esta disertación del sheriff podemos ver un magnífico ejemplo de la degeneración de los Usa que denuncia Bell, y a través de él, el propio McCarthy: «Hace tiempo leí en un periódico de aquí que unos maestros encontraron de casualidad una encuesta que enviaron en los años treinta a varias escuelas del país. Incluía un cuestionario sobre cuáles eran los problemas de la enseñanza en las escuelas. Y encontraron unos formularios que habían enviado desde varios puntos del país respondiendo a estas preguntas. Y los mayores problemas mencionados eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo. Cogieron uno de los impresos que estaba en blanco, hicieron fotocopias y los volvieron a enviar a las mismas escuelas. Cuarenta años después. Y he aquí las respuestas. Violación, incendio premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio. Me puse a pensar en eso. Porque la mayoría de las veces cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas. Pero lo que yo creo es que cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que yo tengo.» (p. 155-156).

      En otra de sus disertaciones Bell confiesa en una anécdota dónde sitúa el problema de la deriva de una civilización. Sin un ápice de humor, sin una micra de exageración:
«Hace tiempo se lo dije a una periodista, una chica joven, parecía simpática. Ella solo intentaba hacer su trabajo. Dijo: Sheriff, ¿cómo permite que el crimen campe por sus respetos en este condado? Sonaba como una pregunta bastante sensata. Y quizá lo era. El caso es que le dije: Todo se origina cuando empiezas a descuidar las buenas maneras. En cuanto dejas de oír Señor y Señora el fin está a la vuelta de la esquina.» (p. 238)

      En este sentido, no creo que McCarthy exagere lo más mínimo. No sólo comparto el mensaje de este gigante de las letras norteamericanas, sino que aprendo, disfruto y me conmuevo con sus ficciones. El pesimismo del sheriff, que se siente derrotado y tira la toalla al final de su vida, se ve ya en las primeras páginas, con una reflexión que golpea al lector que todavía conserva algunas sonrisa después del salvaje inicio de No es país para viejos:

«Es extraño si uno lo piesa bien. Por todas partes hay oportunidades para delinquir. La constitución del estado de Texas no establece ningún requisito para ser sheriff. Ni uno solo. No existen leyes de condado. Un cargo que te confiere casi tanta autoridad como Dios y para el cual no se exige ningún requisito y que consiste en preservar unas leyes inexistentes, ya me diréis si eso es o no es peculiar. Porque yo digo que lo es. ¿Funciona? Sí. El noventa por ciento de las veces. Gobernar a los buenos cuesta muy poco. Poquísimo. Y a los malos no hay modo de gobernarlos. Al menos que yo sepa.» (p. 58)

      Sólo por las reflexiones del sheriff merece la pena leer No es país para viejos. Pero esta obra maestra de uno de los mejores escritores vivos —si no el mejor— es mucho más que la fábula del Mal y su significado. Es una historia de violencia, un thriller inquietante y sangriento, es la denuncia de la degeneración moral de una civilización entera; son los gritos desesperados de la gente consciente de las grietas de una sociedad enferma de muerte. Por eso el título del libro encierra un mensaje profundo. 

En fin, lo imperdonable de la buena literatura es que no se relea. Afortunadamente, además de la obra de McCarthy, podemos disfrutar de la película de Joel y Ethan Coen. Un trabajo cinematográfico impecable, que hace de No es país para viejos una obra de arte que visualmente nos traslada una historia en la que se ve cómo la sangre y la violencia empiezan impregnando los rincones más degradados del mundo.


OBRAS DE CORMAC MCCARTHY COMENTADAS EN LA CUEVA

FICHA
Título: No es país para viejos
Autor: Cormac McCarthy
Editorial: Mondadori
Otros: Barcelona, 2008 (6ª edición), 256 páginas
Precio: 18 €
     

     




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