miércoles, 2 de agosto de 2017

La Montaña del Alma de Gao Xingjian Premio Nobel de Literatura 2000

En el año 2000 el escritor chino Gao Xingjian lograba el Premio Nobel de Literatura, especialmente por su novela La Montaña del Alma. Es éste un relato intimista y a la vez un periplo por las profundidades de China, que sin duda conmueve por la intensa búsqueda de la pureza que lleva a cabo su protagonista, y por las inquietantes preguntas que se plantea, llevadas al papel con enorme simplicidad y delicadeza. Se ha llegado a afirmar de esta novela que es una obra escrita desde el alma y que está destinada a permanecer en la historia de la literatura. Desde luego no sé si tanto. Aunque indudablemente es auténtica, reflejando esa sed del ser humano por beber en las fuentes de lo divino.

La Montaña del Alma constituye, como se ha dicho, un gran viaje. De entrada sólo sabemos que su protagonista viaja sin rumbo determinado; sin embargo, el encuentro con un desconocido en un vagón de tren lo acaba poniendo sobre la pista de una misteriosa montaña. Él mismo reconoce previamente que no sabe a ciencia cierta por qué ha llegado hasta allí: «Ha sido por pura casualidad que en el tren has oído hablar a alguien de un lugar llamado Lingshan, la Montaña del Alma». Lo que sí se descubre no mucho después es qué ha motivado ese viaje, la razón que ha llevado a ese hombre a emprender un viaje por las profundidades de China, sin una idea clara de su destino. Es consciente de ello y así lo manifiesta:

«Acabo de pasar por un serio trance. Los médicos me diagnosticaron por error un cáncer de pulmón. La muerte me ha gastado una mala pasada y finalmente he conseguido superar el obstáculo que ha puesto en mi camino. En mi fuero interno, me alegro. La vida me ha devuelto una inmensa frescura. Hubiera tenido que abandonar hace ya mucho tiempo mi entorno polucionado y volver a la naturaleza en busca de una vida auténtica».

Y más adelante, en el capítulo 12, dirá: «Me di cuenta de que no había vivido jamás de forma conveniente y que, de poder prolongar mi existencia, cambiaría a buen seguro de forma de vivir, a condición de que se produjera un milagro». El punto final del capítulo lo pone otra genial conclusión: «debía reflexionar sobre mi forma de vivir, ahora que acababa de nacer a una nueva vida».

Obviamente la proximidad de la muerte —figurada o real, da lo mismo— ha hecho que el protagonista de La Montaña del Alma abra de alguna manera los ojos y reconozca su insignificancia. Descubrir su vaciedad, por tanto, lo pone en marcha. No en vano lo que nos catapulta hacia la divinidad es el reconocimiento de nuestra propia fragilidad, pequeñez y absoluta dependencia. Pero antes o después es necesario saber a dónde ir, de lo contrario uno corre el riesgo de andar errante eternamente.

El viajero en consecuencia inicia un viaje en busca de respuestas, un viaje físico y al mismo tiempo interior. Varias veces admite el viajero que lo que busca es la verdad. Y espera hallarla entre los hombres, en su cultura milenaria, en lo más recóndito de los bosques vírgenes de la China ancestral. Xingjian aprovecha este interés de su personaje por «los seres vivos» para presentar un retrato familiar de China en la época de la Revolución Cultural, de sus paisajes, de su filosofía, de su arte, de sus gentes, de sus formas de vida, de sus platos tradicionales, de sus leyendas y supersticiones, de las sentencias de sus sabios, de sus variopintas costumbres y formas de entender la vida... El viajero acaba descubriendo maravillas, y parece un eco de Gilgamesh, que todo lo ha conocido y que todos los caminos han sido hollados por sus pies. Pero las respuestas que tanto anhela, la verdad y la felicidad que tanto desea, se desvanecen a cada paso que da. El viajero experimenta, indaga y vive con intensidad, siempre con la idea de dar con la esencia íntima de las cosas. Pero sus esfuerzos son vanos. Cree poder hallar la Verdad o la Felicidad en un lugar, en una mujer, en el sexo, en la sabiduría mundana... pero nada de eso es Dios.

Porque la Montaña del Alma es exactamente Dios. Aunque en realidad el viajero, embebido de budismo, crea que la Montaña del Alma es un lugar «donde pueden verse unas maravillas que ayudan a olvidar los sufrimientos y a conseguir la liberación», y donde todo se conserva en su estado de felicidad original. A eso aspira en el fondo todo oriental, a librarse por fin del sufrimiento, que es la primera de las cuatro verdades del camino de la liberación; esto es, que el sufrimiento humano es universal y permanente. No deja de ser significativo que nadie le sepa indicar con exactitud dónde está esa montaña. ¿Cómo puede uno ir a Lingshan? Las gentes no le responden. Ir hasta Lingshan es ir hasta Dios, ¿y cómo van a saberlo quienes no se preguntan por Él?

Ciertamente el viajero sabe en su fuero interno que ese lugar existe, y que puede ser hallado si se le quiere encontrar. Ha experimentado el ruido del mundo, su ilusión y su vacuidad. Por eso al principio sólo quiere alejarse «del mundo terriblemente aburrido de los humanos». En realidad el viajero está expresando una gran tensión humana, puesto que es necesario el calor de la sociedad, y a la vez es recomendable apartarse de ella. No cabe duda que vivimos en un ambiente insalubre para las almas, pero un mal remedio puede ser peor que no tomar ninguno, porque se toma pensando que cura cuando no lo hace, y porque encubre el verdadero remedio que podría sanarnos por completo. Y este aparente remedio que decide tomar el viajero es una vuelta a lo natural, a lo verde, a la ecología, a la vida silvestre. Quizá nada de eso sea malo, puede que incluso sea hasta bueno, pero no es el remedio a los males de este mundo. 

Por eso el final de La Montaña del Alma es un desengaño. En el capítulo 76, un capítulo crucial que se encuentra a escasas páginas del desenlace, se menciona por última vez la misteriosa montaña. El viajero sigue preguntando por ella, y en esta ocasión se topa con un anciano que parece darle la mejor respuesta de todas. La conversación se presenta como sigue:

«Tras una larga errancia, en la soledad, él llega ante un anciano que se apoya en un bastón, ataviado con un largo traje. Entonces le pide consejo:

—Por favor, anciando, ¿dónde se encuentra la Montaña del Alma?

—¿Dé dónde viene usted? —replica el anciano.

Él responde que viene de Wuyi.

—¡Wuyi! —El anciano reflexiona un instante—. Ah, sí, en la otra orilla del río.

Él dice que viene precisamente de la otra orilla del río, ¿ha errado el camino? El anciano frunce el ceño:

—Es el buen camino. Es el que lo toma el que se ha equivocado.

—Tiene usted mucha razón, anciano.

Pero él quiere preguntarle si la Montaña del Alma se encuentra en esta orilla del río.

—Si digo que está en la otra orilla del río, es que está en la otra orilla del río —responde el anciano en todo impaciente.

Él dice que ha venido precisamente de esa orilla hacia ésta.

—Cuanto más caminas, más te alejas —dice el anciano seguro de sí.

—Bueno, en ese caso, ¿tengo que dar media vuelta? —pregunta él de nuevo.

Él dice para sus adentro que no comprende realmente nada.

—Lo que he dicho está muy claro —responde el anciano fríamente.

—Sí, es cierto, anciano, está muy claro...

El problema es que él no lo ve aún nada claro.

—¿Qué es lo que no está claro? —pregunta el anciano escrutándole con sus ojos de pobladas cejas.

Él dice que sigue sin comprender cómo ir a la Montaña del Alma.

Con los ojos cerrados, el anciano se concentra.

[...]

—¿No quiere ir usted a la Montaña del Alma?

—Claro que sí.

—Pues bien, está allí, en la otra orilla del río.

—Anciano, pero ¿qué es esto, metafísica?

Él prosigue en tono muy serio:

—¿No me ha preguntado usted por el camino?

Él dice que sí.

Pues bien, yo ya se lo he indicado.

Apoyado en su bastón, el anciano se aleja, pasito a paso, sin prestarle más atención».

A la postre de esta conversación se entienden finalmente las últimas palabras del protagonista, algo más avanzado su camino, que en un alarde de sinceridad, reconoce que en realidad no comprende nada, «pura y simplemente nada». Y no es insólita su respuesta, porque la Montaña del Alma no es un lugar físico, porque su deseo de retornar a ese estado original en el que éramos plenamente felices se perdió con la expulsión del paraíso, porque la Montaña del Alma se trata más bien de un estado interior, un estado espiritual que depende absolutamente de la gracia de Dios, tal y como comunica la revelación cristiana. Podría decirse, asimismo, que la Montaña del Alma es una persona, pues sólo una persona en la historia ha afirmado y corroborado ser la Resurrección y la Vida. Y esta persona, y no otra, es el remedio a los males de este mundo, del sufrimiento y de la misma muerte.

En definitiva, La Montaña del Alma tiene un gran valor literario. Es una gran obra, y una obra escrita con el alma. Y es sin duda una obra perfecta para ilustrar a qué tipo de callejones sin salida conducen las falsas religiones y las falsas filosofías.


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