jueves, 1 de septiembre de 2016

El burlador de Sevilla de Tirso de Molina

El burlador de Sevilla fue la primera obra de envergadura de la literatura española en rescatar de la tradición popular el excitante personaje de Don Juan Tenorio, abriendo la veda a otros escritores que, con mayor fortuna si cabe (como la que logró don José Zorrilla), cuajaron con el burlador de Sevilla como protagonista sus obras maestras. Sin embargo, en la adelantada obra de Tirso de Molina la obstinada impiedad del hombre fatal no ha de ser ignorada, pues ésta es una finísima obra de inspiración bíblica o teológica con una lección moral puramente religiosa: la salvación cristiana no puede ser conseguida por aquellos que dilapidan el tiempo de su vida entregados únicamente a sus cosas.


En este maravilloso drama religioso del llamado Siglo de Oro español, embebido ya del espíritu del Barroco, su protagonista es un canalla redomado e insensible cuyo mayor gusto es «burlar una mujer y dejalla sin honor». Y como a ello se dedica en cuerpo y alma, no es extraño que varias sean las desgraciadas que se tengan que lamentar de haberse echado con «el gran burlador de España». Ciertamente el enredo que propone Tirso es de órdago, pues las mujeres afrentadas a su vez acarrean a otros importantes disgustos, sobre todo si se tiene en cuenta que la sociedad que describe el gran Tirso de Molina tiene en alta estima la cualidad moral del honor.

Pero al contrario de lo que pudiera pensarse, otro personaje llega a hacer sombra al mismísimo Don Juan. Es su lacayo, Catalinón; figura de enorme trascendencia en la maquinaria teatral de Tirso, que funciona a partir de la mezcla de lo cómico y lo trágico y tiene a este personaje como el contrapunto, o la voz de la conciencia, del condenado galán. Aun así, el tenorio despreciará una y otra vez las advertencias de su criado. El mujeriego de Tirso considera que ya tendrá tiempo de arrepentirse, por eso actúa con absoluta maldad e impunemente. Su atrevimiento es fruto de su falsa seguridad, de que podrá burlar al castigo divino y vivir deshonrando doncellas y gozando de infinitas amantes.

Nada de eso. Este proceder no cabe en una mentalidad como la Tirso, sacerdote fervoroso y prolífico. Por eso Don Gonzalo tiene la última palabra, antes de que el drama se convierta en tragicomedia, el orden se restablezca, y Don Juan se arrepienta demasiado tarde.

Adviertan los que de Dios
juzgan los castigos grandes,
que no hay plazo que no llegue
ni deuda que no se pague.

Al final, el rey mismo ratifica lo dispuesto por los cielos. Después de todo el burlador ha sido burlado. Idea que tampoco es ajena al pintor Jerónimo Bosco, como lo manifiesta en su gran obra maestra, y como por cierto yo he advertido en El Jardín de los Necios. Pues no otra cosa es el Don Juan de Tirso de Molina: un necio que despreció mientras vivía lo que, en función de sus obras, le aguarda a todo hombre más allá de la muerte.


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